Estos días estamos celebrando la Semana
Santa, un tiempo de recuerdo y culto a la pasión de Cristo y a su dimensión
humana de trasfondo divino.
Siempre he tenido la intuición de un Dios
único. De una energía eterna que se impulsa a sí misma y crea de sí misma. Un
alfa y omega que pueden conectarse por siempre. Un origen y un mismo destino
que nos justifica y nos regenera eternamente en un Todo.
Todas las religiones, filosofías
teorías e ideologías que aludan a dios tienen un punto de encuentro en el
mensaje que difunden. El sello del amor está presente en el proteccionismo, la
bondad y el acogimiento que se le atribuye al Todopoderoso para con sus hijos y
en ese reto que supone la vida en la que nos coloca, como único camino de
redención de un pecado, una falta o una imperfección que traemos del otro lado.
Es como si llegásemos defectuosos y de alguna forma tuviésemos la existencia
para poder arreglar lo que acarreamos de un pasado atemporal e inconcreto que
nos condena.
El concepto de pecado, sin embargo,
poco tiene, a veces, que ver con las trasgresiones que se consideran como tal.
El verdadero yerro está en no amar cuando debemos de hacerlo, en no ayudar
cuando podemos echar una mano, en no hablar cuando nuestro silencio defiende la
verdad, en no callar cuando nuestra palabra juzga y castiga, en ocultar
verdades, en imponer soberbias o en aplastar al débil con el orgullo del
poderoso.
Dios es my simple en su grandeza. Muy
cercano en su existencia, muy presente en las ausencias, muy afable con los que
sufren, muy sutil con los que dañan, muy justo con los injustos; porque no está
fuera, ni más allá, ni en el cielo que nos cubre, ni en la otra orilla, ni en
el cosmos ni en el ancho mar de las estrellas. Está presente en lo que somos
desde lo que nos constituye y se confunde con nosotros en la dimensión humana
que padecemos.
Se trasciende más allá de nuestro rostro, pero a la
vez es el nuestro. Camina más allá de nuestros pasos, pero a la vez va en
nuestros zapatos. Ve más lejos que nuestros ojos, pero a la vez lo hace con
nuestra retina. Siente más profundo que nuestro corazón, pero a la vez solo le
tiene a él para seguir siendo un pedazo más de divinidad.
Nuestro Dios, el Dios único que cada uno podemos
experimentar, respira e inspira a nuestro ritmo y sonríe o llora cuando son
risas o gemidos los que nos acompañan.
Cada uno somos Él. Por eso, la cruz que da muerte al
hombre que nos enseñó esta lección es el mejor símbolo de saber está y es, dónde
y cómo estemos.
Nuestro cuerpo es el templo de nuestra alma y ésta,
ese Dios que nunca fue otra cosa distinta que nosotros mismos.
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