No hay nada más absurdo que sufrir
innecesariamente. A veces, hay que parar, observar, respirar profundo y
reconectar con nuestro interior. Buscamos respuestas fuera, cuando seguramente
todas están dentro.
La vida que vivimos nos tiene inmersos
en rutinas que no nos aportan nada pero nos permiten vivir sin sobresaltos. Sin
embargo, todo sucede muy deprisa. No tenemos tiempo para casi nada y menos para
nosotros; incluso diría más. Si acaso hay tiempo propio entonces extrapolamos
el cuidado de nuestro físico. Más sesiones de gimnasio, más horas en la
peluquería, menos calorías, más maquillaje y así un largo etcétera que termina
siempre en lo que los demás ven.
Lo importante es lo que los otros
no pueden ver pero sí sentir. Lo que irradiemos en nuestro radio de influencia,
el halo personal que nos acompaña desde que nacemos y en el que se añaden
nuestros avances o retrocesos.
En ocasiones nos vemos desbordados
por lo que nos sucede y no acertamos a actuar como quisiéramos. Cada paso que
damos parece que empeora el anterior. No hay maldad en ello, solamente
desconocimiento.
Cuando estamos perdidos desaparece
el control y eso siempre nos asusta. Lo que sucede es que perdernos nos da la
oportunidad de reencontrarnos y en ese duelo, que conlleva sufrimiento muchas
veces, surge lo mejor de nosotros para llevarnos un paso más adelante.
Si lográsemos dar más tiempo a
estar a solas con uno mismo; a escuchar las respuestas que llegan desde el
interior, a serenarnos y sentir que “no pasa nada”, nunca pasa nada.
Nuestro Plan de Vida lo hemos
ideado nosotros, por eso, aunque no lo recordemos, conocemos el camino.
Basta reconectar. A solas. En
silencio. A la espera de que la sabiduría interior nos ayude a recordar cuál es
el siguiente paso.
Sea cual sea, seguro que es el que
debe ser.
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