A nadie nos gusta despedirnos y
sin embargo la vida está llena de despedidas.
Nos estamos despidiendo desde el
día en que nacemos; de cada instante de vida que nos queda, de nuestro cuerpo
de bebés, de lo que no recordamos, de lo que vamos aprendiendo, de las personas
con las que construimos la pirámide de nuestra experiencia, de los momentos, de
amigos, hijos y padres, incluso de nosotros mismos.
La vida es cambio y alejamiento,
pero también transformación y acercamiento a otras situaciones. Por eso
deberíamos aprender a “desaprender” los apegos enfermizos que poseemos, el
materialismo que nos persigue y ese afán de no perdernos la juventud que
tuvimos a costa de lo que sea.
Se acerca el fin de un tiempo,
decimos adiós al año que está a punto de terminar. En realidad, aunque lo
hayamos juzgado como malo, la expectativa dudosa del que vendrá nos mantiene
alerta sobre él porque estamos seguros que significan cambios y éstos, no
siempre nos gustan.
¿A cuántos de nosotros nos
gustaría estar en otro punto de la vida?¿A cuántos, comenzar otra fase en otro
espacio y tal vez otro tiempo? ¿A cuántos, rescatar del pasado lo mínimo
importante y ponerlo en una pequeñísima maleta con la que viajar al “no sé
dónde”?.
Aprender a despedirse, dice Risto,
es madurar. Creo que maduramos a la
fuerza. Queramos o no, las despedidas llegan y a veces de golpe. Entonces
sufrimos muchísimo porque el alejamiento de lo que amas, quieres o consideras
lo tuyo, nos deja un vacío insalvable que tardamos en acomodar.
Pero es algo inexorable. Decir
adiós debía convertirse en algo más asumible. En parte misma de la vida, en
agradecimiento por lo que deja tras de sí lo que se va y por esperanza ante lo
que llegará.
No es fácil. Estamos acostumbrados
a las bienvenidas. A abrir puertas, a abrazar lo que llega, a sentarlo a la
mesa y hasta implicarnos en lo que le sucede. Nos dejamos arrastrar por los
afectos y convertimos nuestra vida en pura emoción.
Saber decir adiós a lo que se
enraíza en el corazón en un reto aún no cumplido.
Sin embargo, no hay remedio. El
adiós llegará, para todos y para todo lo que creemos poseer; hasta para nosotros
mismos. Por eso, el camino de las despedidas solamente puede ser hacia delante.
Y si echamos la vista atrás que sea para agradecer, nunca para dejar que viejos
dolores tejan futuros nuevos.
Pidamos al nuevo año, saber
despedirnos. Pidámosle, aprendizajes nuevos con sabores y matices diferentes
que nos ayuden a crecer. Y recordemos siempre, que ellos también se despedirán.
Aprendamos a saborear cada
instante del “aquí” y el “ahora” porque eso es lo único que tiene una sola
despedida.
Comencemos a hacer la lista de
agradecimientos del año que termina y dejémosle ir.
¡Empecemos ya!
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