Hay
veces que sentimos el derrumbe de nuestra casa emocional. Oímos ruidos, vemos
grietas, sentimos frío, olemos polvo… y todo nos indica que las paredes se
caen, que la estructura se mueve y que dentro de ella solamente estamos
nosotros, en nuestra soledad infinita.
Ayer
oí una metáfora que me gustó mucho.
Se trataba del prendimiento de Jesús en el
Monte de Getsemaní. Él se hizo acompañar por dos discípulos, pero ellos se
durmieron mientras esperaban que llegasen los soldados. Entonces, Jesús fue
apresado en su soledad. Y de este modo tuvo que llegar a su cruz. Sólo.
Esto
es lo que sucede siempre. Aunque nos acompañen a nuestra cruz llegamos solos y solos
debemos pasar por ella.
A
veces, tenemos la sensación de que algo no va bien o no va como imaginamos o
como deseábamos vivir.
A
veces, se agolpa en nuestro corazón todas las ganas del mundo de que lo que
vivimos fuese diferente y entonces, al final del túnel, cuando parece que todo
se derrumba…llega la luz. Una luz suave, tenue y cálida. Una luz que arropa y
susurra al oído que no todo está perdido, que hay un “más allá” que queda por
vivir y que solamente tenemos que esperar.
La
credulidad ciega tiene un alto precio. Abrir los ojos duele. Encontrar la
medida exacta de la abertura de los párpados lleva su tiempo. Un tiempo muy
válido si logramos estimarnos y estimar a quienes tenemos cerca; creer en
nuestro poder interno y en esa caja de recursos infinitos que llevamos dentro
para los casos desesperados, para los tiempos muertos, para la soledad del alma
y su desesperación.
Hoy
no es una buena tarde.
Pasará.
Esto también pasará. Y llegará un nuevo ciclo, una etapa diferente, un momento
mejor en el que la felicidad brille de nuevo.
Estoy
segura. En ello confío.
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