Estamos
en una época muy dolorosa. Mucho dolor para el estreno de un milenio y de un
nuevo siglo en los cuales, cuantos más derechos humanos importan, menos se
respetan.
No
entendemos la mente de quienes atentan contra vidas inocentes, personas que no
conocen, almas que comparten con las suyas, la humanidad.
Nos
hemos alejado tanto de la compasión y el amor que aparecen de nuevo los sin
sentidos, los contrarios imposibles. Guerra Santa, mentiras piadosas o envidias
sanas.
Escuchar
las noticias es un continuo sobresalto. Pena, dolor, ultrajes, matanzas,
violaciones, altercados y continuos quebrantos de los derechos más básicos que
a todos deberían asistirnos de forma natural.
Es
como si se hubiese establecido una oleada de dolor que atravesara la tierra. Un
vendaval de crispación y desatino. Un auténtico arrebato de locura radicalizada
en niños que apenas han dejado los videojuegos, en hombres que les queda muy grande
ese nombre, en personas que terminan causando catástrofes en nombre de un dios
con forma de demonio.
Algo
está pasando que se nos escapa de las manos. Algo imperceptible y sutil que se
apodera de la mente y arrastra al corazón muy lejos, tanto que en los
vandálicos actos desaparece.
Imponer
el terror es de cobardes. Someter con el miedo, de débiles.
Cada
uno, dentro de sí que construya un lugar sagrado donde la compasión, el amor y
el respeto invadan su habitáculo; donde estos valores se conviertan en fuertes
pilares de este mundo que se nos está cayendo a pedazos.
Que
la fortaleza del corazón no se deje conquistar por nada ni por nadie y desde
esa independencia, que pueda expandir su luz, al resto.
Estamos
a tiempo.
Siempre
lo estamos.
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