La
tristeza se apodera del que se siente sólo, del que añora, del que ansía o del
que invoca.
Por
tristeza hacemos muchas cosas o nos quedamos inmóviles. En definitiva, no
respondemos nada más que con los instintos básicos que se manifiestan ante el placer o el dolor.
Huimos o nos quedamos
inmóviles. Gozando o sufriendo.
La
tristeza nos lleva de cabeza fuera de la realidad. Todo lo vemos distorsionado
y nada parece consolarnos.
Sin
embargo, como un ligero tul, un día la tristeza se disipa.
Cae la niebla y el
sol comienza a penetrar. Vamos viendo de nuevo la luz, aunque sea a puñaditos
diminutos. Ráfagas dulces y cálidas que comienzan a sentarnos bien. Entonces
creemos de nuevo en que la vida merece la pena y comenzamos a descubrir lo
tenemos en vez de focalizarnos en lo que nos falta.
La
tristeza ha estado muy valorada en otras épocas. Era la mejor herramienta para
los pecadores arrepentidos o el mejor medicamento para los amantes románticos.
Era el crisol que reconducía los malos hábitos y la necesaria respuesta ante
los desvaríos.
La
tristeza ahora está relacionada con la soledad, la pérdida de autoestima y los
fracasos.
La
resilencia debería ser una asignatura del colegio desde la infancia. Resistir
la adversidad y estirarnos con ella para sobrepasarla.
Si
la sientes alguna vez es que algo dentro de ti está reclamando atención. Que te
fijes en ello, que le dediques tiempo y que al final, te vayas contigo mismo,
de la mano, a tomar un café.
¡Sólo!,
por favor.
¡A
mí me gusta largo!.
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