En
las cortas distancias es dónde uno gana o pierde. Estar cerca, notar el
aliento, rozar el pensamiento…es lo que nos hace conocer al otro y conocernos.
Nos parece que cualquier tiempo pasado
fue mejor. La mente procura obviar lo malo. Los pasajes desagradables, los
desencuentros, las impresiones equívocas y hasta las razones más insidiosas por
las que estamos en el punto que estamos. Nos defiende del dolor, en definitiva
y abre, a través del recuerdo, una vía a la esperanza.
Muchas
veces, esto equivoca. Es mejor no recordar el placer en el tiempo del dolor
porque generalmente nos quedamos pegados a una realidad que ya no existe.
Los
comienzos, en una relación, son siempre deliciosos, incluso cuando las
situaciones son adversas. Y lo son porque estamos abiertos a todo, con ganas de
recibir cualquier cosa, con la expectativa puesta en el otro de encontrar un
rasgo nuestro y de nuestro agrado a cualquier precio.
Más
tarde. La realidad se va imponiendo. Nos acercamos, vemos más y mejor y
empezamos a encontrar los puntos de fricción cuanto más cerca estamos.
En
las distancias cortas uno se la juega. Entonces nos quedamos solos y desnudos.
En esos momentos la verdad se impone y nos sirve escapar por la puerta de
atrás, ni hacer dulce lo amargo.
No
hay que juzgar rápidamente. Hay que esperar a acercarse. Lo que nos gusta de la
otra persona también se mezcla con lo que nos va a disgustar. La balanza
decidirá lo que tiene más peso, lo que es más afín a lo nuestro, lo que, tarde
o temprano, prevalecerá.
Nadie
somos iguales detrás de las paredes. Nos teníamos que conocer así. En vivo y en
directo. Sin sonrisas de ocasión ni bondades de temporada.
Nos
teníamos que ver en tiempo de rebajas cuando los saldos se muestran revueltos
entre lo que en su día estaba en plena moda.
Las
distancias cortas son las que deciden.
Lo
que ahí veas, escuches y sientas tenlo en cuenta porque, sin duda, es una pequeña
muestra de lo que sucederá más tarde.
Al
menos, si nos damos contra la pared que la veamos venir.
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