Cuando uno no puede dormir siempre se
focaliza el desasosiego por la noche, pero en realidad los insomnes lo son todo
el día. El que no duerme, no lo hace casi nunca. La reponedora siesta, las cabezadas en los
viajes, el adormilamiento en la televisión no son para ese tipo de personas.
Uno querría dormir tranquilamente y
dejar de sentir que la facilidad que muestran otros para el sueño, se convierte
en motivo de auténtica envidia.
El que no duerme, por lo general, no le
gusta cerrar los ojos. Es como si detrás de esa clausura hubiese un destino
desconocido, un viaje de dudoso retorno al que preferimos no enfrentarnos.
Las
noches en blanco, esas en las que uno no es capaz ni de abrazar la duerme vela,
se llenan de fantasmas que se convierten, según pasan las horas, en gigantes de
varias cabezas; cada una con un discurso diferente, cada cual haciendo apología
del suyo y todas pareciendo tan reales.
No
dormir equivale a vivir doblemente, pero supone redoblar las quejas, aumentar
los dolores, rememorar lo ingrato y presagiar lo impredecible.
En
la soledad de cada vuelta a la almohada, detrás de cada movimiento de la sábana,
en el lado que ha quedado caliente y con el desasosiego del desvelo todo
tiende a caer. Desde las lágrimas a la
esperanza, desde el entusiasmo al desconcierto. Y uno, entonces, se acuerda de
los que ya no están y les pide ayuda. Claridad mental para saber resolver los
problemas que nos asolan, decisión para ser nosotros mismos frente a nuestras
quimeras, valor para seguir confiando en lo incierto y un poco de serenidad
para seguir sonriendo a ese sol que sale todos los días y del cual, cada uno,
tenemos un trocito.
Seguro
que esta noche también duermo mal pero trataré de quedarme quieta, de respirar
tranquila y de imaginar la inmensa luz que desde dentro llega para cantarme una
nana y poder dormir plácidamente. Tal vex lo consiga.
No hay comentarios:
Publicar un comentario