Vi
ayer el título de este libro de Pilar Sordo y me quedé pesando en él. Eso es lo
que en realidad a mi me hubiese gustado también, muchas veces.
Será
porque allí, en aquel rincón de mi infancia fui excesivamente feliz. No sé si
la felicidad será cuantificable o existiendo ella, ya lo es todo. No sé si en realidad
esta grata sensación se circunscribe al cariño que sentía a mí alrededor; si
eran aquellas muñecas gigantes que comenzaron a ser mis hijos o si las
golosinas hicieron también su papel en lo dulce del recuerdo. No sé, incluso,
si fueron las primeras emociones amorosas en la primavera, o los descubrimientos
de aromas, sonatas y poemas los responsables de dejar esta huella en mí.
De
todos modos, uno siempre busca un refugio cuando los fantasmas vuelven, cuando
el miedo a una sombra aparece, cuando aún, los ruidos en el silencio nos
enmudecen. Y en esos momentos, el corazón vuelve la mirada sobre sí mismo
buscando la mirada de aquellos ojos que siempre nos seguían para protegernos, o
la mano que nos ayudaba a levantarnos después de rompernos la piel de las
rodillas. Buscamos quien nos rescate de la pena, del dolor o incluso de la indiferencia
que va invadiendo el alma, como una mancha de aceite sobre el agua, aniquilando
las ilusiones que quieren alzar el vuelo con las alas rotas.
Crecer
siempre supone romper el cascarón, dejar el dulce hueco del útero materno, abandonar
el cálido colchón de agua que nos mantiene a flote con el alimento suficiente o
el silencio amoroso en el que se desarrolla nuestros primeros momentos de vida.
Luego, más tarde, ningún colchón vuelve a ser igual. No vale buscarlos, es
inútil.
No
hubiese querido crecer, en algunos momentos. En otros, pienso que me hubiese
perdido la maravillosa sensación de seguir
la vida con la inercia del amor que me llegó de aquellos días y lo mejor, de
compartirlo con nuevos seres que a su vez lo multiplicarán infinitamente.
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