Hay
personas adictas a la mentira. Gente cuya percepción de la realidad depende de
lo que se cuente a sí mismo, aunque se aleje de ella; de lo que quiera creerse
aunque tenga o no relación directa con la verdad.
Estas personas viven en una burbuja,
tan delicada de explotar como fina y resplandeciente. Aplican brillo a todo lo
que cuentan, se presentan con el matiz del victimismo, elucubran, componen y se
lo creen en primera persona. Después te lo cuentan.
Lo peor es que a base de creerse sus
propias falacias inventan un mundo que no existe pero que tiene conciencia real
en su mente. Y se enfadan cuando no les creen, o les descubren aquello sobre lo
que fantasean porque en realidad, dentro de sí, lo han parido de tal forma que
tiene existencia efectiva.
Cuando se está acostumbrado a pincelar
el mundo con los colores que te gustan o te convienen o te dulcifican o te
presentan de mejor forma, es difícil cambiar. Y lo es porque este procedimiento
de conversión mágica de la realidad, que se opera en la mente, cobra una
dimensión tan grande que lo invade todo.
No
pueden dar marcha atrás cuando de su boca ha salido algo que sin ser verdad
crece como un hongo después de la lluvia en el campo, y tras lo enunciado viene
la componenda, la artimaña para acomodar lo dicho, la coherencia incoherente
con la que pretenden convencernos. Ni siquiera la demostración de la falsedad
es evidente para ellos y pretenden enredarnos entre los hilos que tejen sobre
la historia, trascendente o trivial, que nos cuentan.
Lo
peor es que los que están acostumbrados a este juego son devorados por él.
Tarde o temprano todo se sabe, se intuye y se comprueba. Tarde o temprano,
también, se deja de confiar en ellos y el sagrado vínculo que nos une, en la entrega,
se va diluyendo como la sal en el agua…y más tarde ya nadie puede beberse el
líquido resultante porque no hay quien lo trague.
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