Al
Final del todo queda poco, muy poco. El final de cualquier cosa es siempre un
resumen. Se trata de hacer cuentas, de poner el deber y el haber en las columnas
correctas y de reconocer que de poco vale la bravura cuando se fundamenta en la
soberbia y el orgullo porque todo eso, al final, no cuenta o tal vez sí, pero
si lo hace es para marcar las líneas que definen las soledades y las amarguras.
Cuando
la vida nos sonríe no nos acordamos de guardar para cuando llegue el invierno.
Y guardar, en este caso, no significa atesorar más de nosotros mismos, sino más
del resto.
Es
difícil pensar en la sequía en tiempo de inundaciones. Es imposible pensar en
el hambre cuando estamos saciados por los banquetes.
Nunca
gustan los finales cuando no significan un nuevo comienzo. Cuando algo termina,
cuando la vida lo hace, hay que estar preparado con nuestro mejor equipaje. Y
sabiendo que nada nos llevamos, ni siquiera a nosotros mismos, no puede haber
mejores maletas que las que están repletas de buenos recuerdos, de emociones
imposibles de olvidar, de inversiones en felicidad a fondo perdido, de pasiones
satisfechas con los cinco sentidos y de felicidad en secuencias maravillosas
que dejen una huella imborrable.
Sin
embargo, si la siembra ha sido abundante la cosecha traerá buenos resultados y
la mies estará disponible para alimentarnos en el último tiempo. No pasaremos
hambre ni sed de amor, ni nos faltará quién nos regale una sonrisa o nos tienda
la mano para ayudarnos a seguir un paso más allá.
Al
final de todo, sólo queda el amor que hayamos regalado y el que nos hayan
devuelto como respuesta. Toda la bondad que haya cabido en nuestro corazón y,
sobre todo, toda la sinceridad con la que lo hayamos entregado, una y otra vez.
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