Hay personas empeñadas en salvar a otros.
Muchos se dedican a ser el instrumento idóneo para que se sostengan a flote los
demás y en esa misión escatológica pierden las riendas del apoyo a los propios
y a sí mismos.
He conocido personas que tratan siempre
de ponerse al servicio del bien, aunque no lo practiquen. Que siempre están
dispuestas a tirar la cuerda al que se ahoga y preparadas, con los brazos
abiertos, a recibirlas cuando lleguen a la orilla. Sin embargo, no se explica
que su morada la tengan dispuesta con el más absoluto caos afectivo.
Siempre que pienso en este tipo de personas
que salvan, aunque los demás no quieran ser salvados, me acuerdo del maravilloso
librito de R. Fisher: “El caballero de la armadura oxidada”.
El protagonista salía cada día a
rescatar doncellas. Se entregaba a esta tarea con tal vehemencia que se
olvidaba hasta de sí mismo. Paulatinamente,
fue viviendo únicamente dentro de su armadura quedando aislado del mundo
afectivo de su mujer y su hijo e impedido para relacionarse con el resto del
mundo. El óxido de la armadura solamente pudo liberarse mediante las lágrimas
que brotaron desde su corazón al pasar una serie de pruebas, en las que la
soledad y el silencio recompusieron su interior.
El mensaje de este libro, desde la
primera página, no solo puede conmovernos, sino que también nos acerca a la
idea de que salvar a otros nunca debe ser nuestro objetivo en la vida porque
antes de nada hemos de mirar a nuestra casa y ver si somos nosotros los que
tenemos que ser rescatados de la ausencia que dejamos ante los nuestros o del
silencio a los que les sometemos.
No podemos salir al mundo, armados de
lanza y escudo, para enfrentar dragones en parajes lejanos. Ni debemos tomar
como prenda la felicidad de otros antes de resolver la propia. No podemos
regalarnos a otras personas, si las que viven al lado, y decimos amar, no nos
poseen ni dejamos que lo hagan.
Hay que comenzar por procurar lo propio
para compartirnos más tarde con el resto,
porque en definitiva nadie puede dar lo que no tiene y solamente tenemos lo que
somos.
Llenemos de contenido el corazón y
dejemos que los demás beban espontáneamente de nuestra fuente sin ir ofreciendo
el agua a los que tienen sed y a los que no.
Llega
un momento, que de hacerlo así, ya no sabríamos si somos nosotros mismos o un
espectáculo continuo que se proyecta indefinidamente en un espejo.
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