Me pregunto dónde está el hogar de cada
uno y si siempre coincide con la casa que habitamos. A veces el hogar nada
tiene que ver con ella y ésta se limita a constituir una estructura demasiado
cerrada para las ansias de libertad. Una libertad, que de manifestarse como una
necesidad nos habla de carencias y de urgencias que en él no se colman.
El hogar está donde esté lo que amamos,
en el mismo lugar que encontremos el calor del afecto, la preocupación y el
desvelo por nuestro bienestar y ese inconfundible olor a complicidad que deben rezumar
las paredes que nos esperan para reposar.
El hogar ha de constituir nuestro
refugio. Ese descanso que nos espera con los brazos abiertos para hacernos
sentir bien. Lo cómodo, lo cálido, la escucha, la espera y lo grato. Las
sonrisas y las lágrimas. La expresión de lo que gusta y disgusta. El hueco
donde acurrucarnos cuando tenemos frío en el alma. Por eso, el lugar del hogar
es siempre aleatorio y solamente responde al amor que nos rodea.
Muchas veces estamos lejos de casa pero
llevamos el hogar con nosotros si estamos con quien deseamos o nos alejamos de
lo que no queremos.
El hogar no lo construyen los
arquitectos ni los albañiles. Ni tampoco depende del espacio que ocupe ni de
las riquezas que le adornen. El verdadero hogar es reducido y simple, porque no
se trata de una cosa, sino de emociones, sensaciones y presencias que quedan
pegadas a los recuerdos y que reposan allí con la misma paz que se vivieron.
Uno suele relacionar el hogar con la
niñez y si no tiene uno en su vida, siempre se retorna al de origen. Sobre todo,
porque el hogar siempre va ligado a una imagen de mujer y si en nuestra niñez
fue nuestra madre la que cuidaba, día a día, el hogar de cada uno, en la edad
adulta es, posiblemente, la pareja la que sostiene su vigilancia.
Hay un hogar en cada corazón que ama y
a veces, eso basta. El resto, las paredes de ladrillo y hormigón solamente
delimitan un espacio vacío que siempre espera ser llenado con algo más que gente
en su interior.
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