Hoy,
durante el trayecto de un viaje, pensaba lo difícil que es amar y que te amen y
lo sencillo que parece. La mayoría de las veces vivimos en una continua
equivocación. Y es que se expresan poco los sentimientos y se hace aún menos
por ellos.
Cuando
creemos que nos aman, nos relajamos. Entramos en una fase REM similar a la del
sueño y dejamos entonces que la vida pase por encima. Los días se suceden con
el sello de “conseguido” y uno, poco a poco, vuelve a su rutina acoplando lo
que considera su amor, de aquel momento, en el mejor de sus rincones.
Nos
acostumbramos a ver al otro, a tenerle siempre dispuesto o a observar su
silencio como parte de la rutina. Y sin darnos cuenta, poco a poco, el amor se
va despacito y sin hacer ruido.
Lo peor
es que nos sigamos creyendo el centro de su mundo y en esa creencia vayamos
saltando barreras que nunca se deberían pasar a no ser que nuestra motivación
esté centrada únicamente en nosotros mismos.
Dejamos para mañana
lo que podíamos hacer siempre, miramos por encima del hombro a los mimos
y detalles, asentimos ante los amigos a sus bromas contra el amor y la pareja o
simplemente, dejamos de lado las preguntas que denotan interés por cómo se
siente el otro o qué le ha sucedido durante el día.
Descuidamos
el amor. Cuando nos damos cuenta de lo importante que es querer y que nos
quieran, es demasiado tarde. El amor se ha ido tras las rendijas del desencanto
y confundido con el hábito de creerle perpetuo, sin serlo.
Nada
puede compararse a sentirnos queridos. En realidad, las personas que gozan de
ese privilegio y lo aprecian son las más felices de todas porque saben que el
amor nos elige y no al contrario.
De
cualquier forma, cuando estemos dentro de un sentimiento tal sembremos
continuamente, abonemos nuestra parcela de corazón para que siempre esté
preparada para ser fértil y sin darnos cuenta, crecerá en ella el mejor de
todos los jardines porque sus flores las habremos inventado nosotros.
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