Todos tenemos problemas o preocupaciones, sin embargo hemos de calibrar bien la cualidad y la magnitud de ellos porque de otro modo corremos el riesgo de confundir el sentimiento que nos generan.
No podemos elevar a categoría de problema lo que solamente es un contratiempo. Muchas veces, involucramos afectos, alianzas y lealtades en lo que solamente merecería ser bien valorado para ser disipado.
Tendemos a dar más importancia de la debida a aquello que nos “han hecho”, a lo que nos ha costado sufrimiento en el pensamiento o angustia en el alma. Es necesario parar y preguntarnos si en verdad, sin en ello nos va la vida o si lo que perdemos no es peor, en realidad, de lo que ganamos.
Veamos este breve relato que puede aclararnos dónde radica la verdadera magnitud de los problemas.
“…Un monje le dijo una mañana a su maestro que tenía un problema que deseaba comentar con él, y éste le contestó que esperase hasta la noche.
Llegada la hora de dormir, el maestro se dirigió a todos los discípulos preguntando:
-¿Dónde está el monje que tenía un problema? ¡Que salga aquí ahora!
El joven, lleno de vergüenza, dio un paso al frente.
-Aquí hay un monje que ha aguantado un problema desde la mañana hasta la noche y no se ha preocupado en resolverlo. Si tu problema hubiese consistido en que tenías la cabeza debajo del agua, no habrías aguantado más de un minuto con él.
¿Qué clase de problema es ese que eres capaz de soportarlo durante horas? -preguntó el maestro.”
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