Nada es para siempre. Ni lo bueno, ni lo malo. Esa es nuestra esperanza y nuestro dolor.
Cuando vivimos tiempos felices pareciese que no van a terminar nunca. Se hacen cortos, se aprecian efímeros, se decantan ansiosos por perpetuarse, se complacen intensos y se devoran así mismos en un intento de no perderlos nunca.
En los momentos dulces estamos como se piensa que se está en las acolchadas nubes. Con el placer a flor de piel, con las ganas de agradar saliendo por los poros, con el entusiasmo dirigiendo cada manecilla del reloj, con la sonrisa amable en los labios y los ojos chispeantes de alegría por pasar por encima de la normal realidad que vive el resto.
Las sensaciones son muy diferentes cuando la vida está en contra. Los minutos se dilatan, los días cabalgan acelerados sobre las desgracias y todas parecen reunirse para hacernos caer en el más absoluto abatimiento.
Lo cierto es que, un día, después de pasar por todos los estados, uno llega a la conclusión de que una vida de turbulencias, intensidades, ruidos y fuegos artificiales puede parecer deseable al que la lleva o cuando se lleva, pero la verdadera felicidad reside en la sabiduría que siempre será una perla que se encuentra, solamente, en aguas calmadas.
Y eso es lo que perdura. La calma del alma, el sosiego del espíritu, la serenidad con la que podemos enfrentar tanto los momentos de dicha como los más amargos. Porque todo es temporal. Todo termina acabando y quizás, lo único que no lo hace es encontrar ese estado de equilibrio en el que ansiar deja de ser una palabra deseable porque nos sumerge en las más oscuras necesidades; muy difíciles de apartar de nuestro día a día.
Mirar dentro, encontrarnos con el silencio y descubrir las respuestas que lo externo no llega a darnos.
Ese es un objetivo lleno de grandeza y bondades para nuestro bienestar.
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