Solemos hacerlo.
Alguien nos “cae bien” o “mal” simplemente por lo que vemos, por lo que
escuchamos de la persona o por la impresión que nos ha dado al conocerla.
Nos equivocamos muchas veces; los halos de
santidad a en ocasiones no lo son tanto y las maldades quedan reducidas cuando
conocemos de verdad a alguien.
Las apariencias engañan, incluso
engañan las manifestaciones de lo que parece que se es.
No deberíamos
calificar tan rápido. Darnos tiempo para conocer, para ver más allá de los
vestidos, los ropajes o incluso las palabras. A veces, todo confunde.
Veamos este pequeño
relato:
“Un hombre decidió buscar a un maestro de quien poder
aprender tanto de su conocimiento como de su ejemplo. Un amigo se enteró de sus
intenciones y se prestó a ayudarlo:
-Yo
conozco a un hombre santo que vive en la montaña; si quieres, te acompañaré a
visitarlo.
Ambos iniciaron el camino en medio de una nevada y, a
media jornada, se sentaron a descansar al lado de una fuente. El buscador
preguntó a su amigo:
-¿Cómo
sabes que ese ermitaño es un hombre santo?
-Por
su conducta --contestó éste-. Viste siempre túnica blanca en señal de pureza,
come hierbas y bebe agua, lleva clavos en los pies para mortificarse, a veces
rueda, desnudo por la nieve y tiene un discípulo que le da periódicamente 20
latigazos en la espalda.
En ese momento apareció un caballo blanco que, después
de beber agua en la fuente y mordisquear unas hierbas, se puso a rodar por la
nieve. Al verlo, el buscador se levantó y dijo a su amigo:
-¡Me voy, ese animal es blanco, come hierba y bebe
agua, lleva clavos en sus cascos, le gusta tirarse por la nieve y seguro que
recibe a la semana más de 20 latigazos. Sin embargo, no es más que un caballo.”
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