Hay que aprender a mirar, a ver más allá de las apariencias y en
ocasiones, utilizar cierto punto de astucia que sirve como excelente
herramienta para sobrevivir en un medio que, en muchas ocasiones, se presenta
hostil.
Veamos este cuento tan interesante
“Un tal Guang era un gran terrateniente sin
escrúpulos, uno de esos nuevos ricos abotargados de riquezas y de ambición.
Para celebrar sus cincuenta años, había invitado a todos los mandarines de alto
rango y a los notables influyentes con que contaba la región. Nada faltaba para
dar al acontecimiento el fasto que convenía a su fortuna totalmente plebeya y
provinciana: banquete pantagruélico, decoración excesiva, músicas insoportables
y bailarinas obscenas. Pero Guang el ricachón se enorgullecía sobre todo de una
idea absolutamente original que había tenido, hallazgo inédito que dejaría un
recuerdo imperecedero en sus invitados: había hecho cubrir la carretera fangosa
que conducía hasta su residencia con una gruesa capa de granos de arroz inmaculados.
¡Un ejército de campesinos famélicos debía rastrillarla incansablemente para
borrar las huellas de los carros y de los palanquines que dejaba la tropa de
comensales! Y esto bajo estricta vigilancia para que ningún necesitado hurtara
unos puñados de arroz…
Un mendigo cojo y deforme, apoyado sobre una muleta de
hierro, burló la vigilancia de los guardias, se arrodilló en la carretera, y se
puso a llenar sus alforjas con granos de arroz.
Un cancerbero de servicio lo agarró bruscamente para
arrastrarlo fuera de la calzada.
-¡Por piedad! –suplicó el andrajoso- ¡Déjame tomar con
qué alimentar a mis hijos!
-¡Lárgate, miserable, y sabe que mi dueño prefiere que su arroz se pudra en el lodo antes que ver a pordioseros de tu calaña estropear su fiesta!
-¡Pues bien –replicó el mendigo- le reservo un regalo que tardará en olvidar!
Y el cojo se enderezó en un santiamén, puso pies en
polvorosa y, para sorpresa general, se dirigió corriendo como un desesperado
hacia la residencia del ricachón, zigzagueando entre los últimos invitados. Una
jauría de guardias se puso a perseguirle, ladrando juramentos y órdenes. El
mendigo, que parecía poseer ciertas nociones de artes marciales, utilizó su
muleta para abrirse paso entre quienes vigilaban la entrada. Irrumpió desenfrenadamente
en la sala del banquete, se inclinó ante el dueño del lugar y le pidió limosna.
Guang, furioso, le empujó violentamente. El mendigo cayó hacia atrás,
golpeándose el cráneo contra las baldosas. El cuerpo del miserable quedó sin
vida sobre el suelo.
El dueño del lugar dio orden de que se arrojara fuera
a aquel aguafiestas. Pero cuando dos guardias quisieron levantarlo, su peso
parecía considerable. Tampoco consiguieron llevárselo entre cuatro, ni siquiera
entre diez. Un viento lúgubre silbó en la sala. La comida empezó a moverse sola
sobre las mesas, ante los ojos exorbitados de los invitados, que descubrieron
que hervía de gusanos e insectos. El viento arreció, todas las linternas se
apagaron, precipitando la huida de la mayor parte de los comensales.
Guang empezó a gritar que aquello era un maleficio e
hizo venir a un sacerdote exorcista. El taoísta examinó el cuerpo del mendigo,
constató el deceso y acto seguido llevó a cabo una adivinación con el Yi
Jing. Declaró que el espíritu del difunto era muy poderoso, que no quedaría
aplacado más que cuando fuese castigado el responsable de su muerte. El juez
del distrito, que había permanecido en el sitio, se apresuró a ordenar la
detención del dueño del lugar. Éste, visiblemente aliviado de abandonar su casa
encantada, se dejó llevar sin resistencia. Sin duda pensó también que con un
buen abogado y moviendo los hilos de sus relaciones saldría honorablemente de
aquel asesinato accidental. En cuanto Guang el ricachón fue metido en el
calabozo, se pudo levantar el cadáver. Éste fue depositado en un ataúd y
llevado al templo más cercano. En el momento de los funerales, el féretro
pareció extrañamente ligero. El taoísta que oficiaba, y que empezaba a
sospechar algo, mandó abrirlo y levantó la tapa. El cadáver había desaparecido.
En su lugar había una carta. El sacerdote la tomó y leyó estas palabras:
Quien pisotea los dones del Cielo
Y se burla de sus hijos
Se expone a la ira de los Inmortales.
Nadie puede impunemente
Mofarse de las leyes celestiales.
Y se burla de sus hijos
Se expone a la ira de los Inmortales.
Nadie puede impunemente
Mofarse de las leyes celestiales.
El poema estaba firmado Li Tieguai. El sacerdote
sonrió y, sin decir nada, volvió a cerrar la tapa. El ataúd vacío fue enterrado
con gran pompa. En cuanto al gran Guang, fue juzgado culpable de la muerte,
involuntaria, del mendigo. Sus bienes fueron confiscados y distribuidos entre
los pobres. Arruinado, durante el resto de su vida tuvo que ganarse el sustento
manejando la pala y el pico del peón.
¡Quien acumula riquezas tiene mucho que perder!
En cuanto al sacerdote taoísta, desveló a sus jóvenes
asistentes, bajo el sello del secreto, lo que había encontrado en el ataúd. Se
rieron con ganas por la astucia de Li Tieguai, el eterno mendigo cojo, el más
popular de los Ocho Inmortales…”
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