Hay
edades, etapas y momentos en la vida en los que nos sentimos el centro del
mundo. Parece que la vida gire en torno a nosotros y nos sentimos tan
importantes que todo se llena de luz a nuestro alrededor.
En
otros momentos, cuando la edad avanza vamos viendo que el esplendor pierde su
fuerza. De hecho, la jubilación marca una línea tras la cual empezamos a ser
invisibles. Nos comienzan a olvidar. El teléfono comienza a sonar menos hasta
que deja de hacerlo o se limita a la familia y amigos íntimos.
Los
que aclamaban nuestras virtudes lo hacen con otra gente nueva que aparece en el
escenario y aquellos que parecían sostenernos en el altar desde el que veíamos
la vida, han bajado sus brazos y dejado de mantenernos.
La
vida te olvida a veces antes de dejarte ir. Encuentra un rincón para que nos regocijemos
en los recuerdos y termina por dejar de llamar a nuestra puerta para ofrecernos
ilusiones nuevas.
En
ese momento, debemos posicionarnos de nuevo. Nadie nos va a venir a buscar a
casa. Hay que salir, conocer otros ámbitos, mezclarse entre otra gente y
encontrar nuevos motivos para redireccionar el barco.
La
acción es lo único que puede salvarnos del ostracismo. Posiblemente, debamos
recurrir a la suavidad y renunciar a las exigencias con las que nos
implicábamos antes en nuestro pequeño microcosmos.
Hoy
podemos estar brillando y ser estrella; mañana podemos llegar a ser un astro
opaco. No lo olvidemos.
Todo
llega y hay que saber que es así.
Para
no caer en el abandono propio debemos tener presente que todo llega y todo
pasa, pero en ese medio tenemos la posibilidad de pulsar el interruptor de la
luz las veces que sean necesarias.
Hemos
sido, somos y seremos los únicos que conducimos un destino que tiene un plan
único: nosotros.
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