A
medida que avanzan los días de este nuevo año, se afianza la sensación de tener
frente a nosotros un tiempo largo por delante para comenzar todo lo que siempre
nos proponemos y abandonamos tan pronto.
Cada
uno, en su pequeño mundo, tiene algún objetivo que cumplir. Algún empeño que
reiteradamente se propone como meta personal o social. Algo que nos impulse a
pensar que este año sí lo conseguiremos.
Abrazamos
esperanzas y mejor que así sea, porque la vida sin ellas resulta como un pozo
sin fondo; llena de horas largas que nunca terminan en ilusión, sino en rutina
e indiferencia. Y de este modo, los días pesan mucho y el tiempo se hace denso.
Todos
los años queremos aligerar lo que pesa en el alma y la mayor esperanza es la
espera de que en algún momento las cosas vayan mejor. Aunque lo cierto es que
todo es relativo y si somos capaces de comparar nuestra situación y nuestro
mundo con otros, incluso cercanos, nos damos cuenta rápidamente que todo es
susceptible de empeorar.
La
aceptación no es conformidad. Cuando uno se conforma se resigna. No lucha y se
entrega. Aceptar es asumir lo que sucede y quedarse en una especie de calma
expectante. Pero en este caso, la disposición de ánimo está en una posición de
apertura ante lo que pueda variar.
Posiblemente,
sin abandonar la esperanza, lo mejor es encarar la vida día a día, con pasos
pequeños, sin querer correr antes de saber andar. Por eso, para nuestras
pequeñas o grandes esperanzas están los puñaditos de emoción que día a día
podamos proporcionarnos.
No
regatees en ti. Sé generoso contigo. Date ese placer pequeño o grande que pone
chispa en tu vida.
La
esperanza se nutre de pequeños deseos cumplidos; del incentivo de seguir
teniendo ganas de “hacer”, de “seguir”, de “emprender”, de “crear”, de “avanzar”
aún en el cuadrito que nos movamos diariamente.
Estamos
en los primeros días del año. Queda mucho por consumir.
Lanza
una mirada amplia y alta sobre él. Cierra los ojos después y respira profundo.
Todo
queda por pasar.
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