Los
lamentos de tu cuerpo siempre tienen el origen en tus emociones, en las
expectativas no cumplidas, en el sufrimiento generado por no encajar tus sueños
con la realidad, en tus rechazos y resistencias, en tu indignación y tu rabia.
El
cuerpo se deteriora así, pero te avisa. Muchas veces estamos sordos a las
señales del cuerpo. Te duele algo y lo vas dejando. Te molesta en un punto
determinado pero no lo das importancia. La cabeza te estalla, el estómago no
resiste, el corazón se encoge…y vas tirando.
Es
como si no quisiéramos hacer caso para no tener que reconocer que algo va mal.
Para no tener que detenernos a escuchar y después actuar. Y aguantamos tanto
que en un punto determinado la intensidad del malestar se acentúa y te hace
parar. Te detiene y quieras o no, tienes que mirar dentro y atender su llamada.
Pero en muchas ocasiones es tarde, o lo suficientemente retrasado como para que
la solución sea más complicada.
El
organismo necesita un equilibrio. Una estabilidad cuerpo-mente que impida que el
cuerpo somatice las batallas de la cabeza y que se serene con el sosiego del
corazón.
La
vida es sencilla. La complicamos nosotros. La enredamos saliéndonos del momento
presente y depositando nuestra atención en un pasado que no está más o en el
futuro que no sabemos si llegará.
Deberíamos
poner en práctica el pensamiento budista que dice:
“…No
te aferres a nada ni a nadie, no limites tu destino, solo suelta, deja ir, deja
ser…verás que cuando nada es seguro, todo es posible.
Qué
llegue quien tenga que llegar, que se vaya quien tenga que ir, que duela lo que
tenga que doler…que pase lo que tenga que pasar.”
No
es dejadez. No es desinterés. No es desidia.
Simplemente
se trata de fluir con el devenir de la vida sin querer dirigirla a nuestro
antojo desde el ego limitado y pequeño que todo lo confunde.
Comencemos
a ponerlo en práctica.
Nuestro
cuerpo nos lo agradecerá y nos lo hará saber.
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