Estoy en ello y cuando uno está sobre una
cosa, ésta llega ti en mil y una formas.
Acabo de leer este breve texto que viene
a apoyar este momento de “dejar pasar”, “de callar y estar en silencio”, de no “resistirte
ante lo que oyes o ves”, de no “tomar partido” en lo del otro, porque en
definitiva le afecta a él/ella y no a ti.
Aunque pensemos que los de los demás es responsabilidad
nuestra, no es así. Estamos acostumbrados a querer remediar los dolores ajenos,
las culpas de otros y los males que no son propios. Por mucho que repercutan en
nuestra vida, no está en nuestras manos resolver casi nada de lo que nos
preocupa.
Creo, que no debemos sentirnos culpables
por nada que no haya nacido de nuestra voluntad de querer ejercer nuestra
individualidad. Los daños que otros hacen a otros, les pertenecen.
No son
nuestros. Incluso el dolor que nos produce la actuación de otra persona,
también es suyo. Es como el reflejo en un espejo. Hay un efecto refractivo en
ello. Ese boomerang de la vida que no para.
Antiguamente, había un refrán que sostenía…”No
la hagas, no la temas” y creo que las abuelas se referían a la vuelta del mal,
al resultado que se refleja en el espejo del alma y revierte en el mismo
cántaro.
Aquí os dejo este pasaje al respecto.
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“Allí estaba aquel hombre al pié de la
caverna en la cima de la montaña. Quise hablarle, pero se fue, sin siquiera
notar mi presencia. Me llamaba la atención su vestimenta, tan rara para estos
tiempos.
Sentada a la sombra de un frondoso árbol,
pude respirar el aroma a flores que venía como subiendo desde el valle,
mi atención solo se enfocaba en mi respiración que subía y bajaba por mi
pecho, una sensación sublime de candor y entrega a ese momento me invadió y
quedé dormida.
En el sueño lo pude ver al hombre, era
transparente y luminosa su cara, vestía unos harapos, unas sandalias gastadas y
llevaba como un bastón que tenía un símbolo raro, que según como se mirara
parecía una letra o un numero en forma de tres y encima de su raída vestimenta,
un manto rojo majestuoso, bordado con los mismos símbolos en oro.
Con una mirada compasiva y bondadosa me
preguntó que buscaba ahí. Le contesté que nada, que solo estaba contemplando el
paisaje. Su presencia no me inspiraba miedo, al contrario, me infundía
seguridad, como la que brinda un padre cuando te acaricia con la mirada. Los
ojos del hombre eran grandes y desprendían una fuerza sobrenatural que sin
mirarme fijamente, se posaban de vez en cuando en los míos infundiéndome paz y
serenidad, como un mar tranquilo.
Entonces, en un momento mirándome
fijamente dijo: en la contemplación de todo lo que ves, están las
respuestas que estás buscando. Todo el universo habla sin palabras, solo
escucha, en el mínimo movimiento en el paisaje, en las cosas simples, en los
pequeños actos de amor hacia los seres de este mundo, está el lenguaje
del universo, en la sencillez está la verdad, tienes que aprender a sentirlo,
más allá de lo que piensas ahora.
Cuando pude incorporarme, el ya se había
ido.
Creo que me desperté o no, con una
sensación de nostalgia y a la vez de aprecio por sus palabras, nunca supe si
era un sueño o si en algún nivel de conciencia pudimos tener ese diálogo.
En ese lugar en que me encontraba,
pude ver como las mariposas volaban por el aire, sin importarles la
soledad del paisaje y como el sol acariciaba esas alas haciéndolas más bellas
en ese atardecer inmenso. Indudablemente pude vislumbrar otra dimensión de la
belleza.
Desde entonces recuerdo siempre al hombre
del manto rojo, quizás pueda volver a verlo algún día, pero de alguna forma
supe ese día, que yo tenía algo que aprender y que él tenía algo que enseñarme.
Solo escucha…
Solo espera…
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