Estoy
convencida de que el corazón nace limpio. Que las memorias que contiene se
activan más tarde con los sucesos de la vida; que empieza a recorrer el camino
abierto a lo que debe sucederle y con capacidad para responder profundamente lo
mejor que pueda hacerlo.
Ayer
oí estas dos palabras en una conversación. Me dieron ocasión para reflexionar
de qué forma se contamina el corazón. Cómo va aprendiendo o conectando con
formas, maneras y modos que parecen serles propias; cómo en realidad, va poco a
poco encogiéndose, arrugándose, plegándose o cambiando de dureza.
Las
personas que tenemos al lado no son casuales. Están para provocar una reacción
en nosotros; para motivar un estado de serenidad o de alteración, para
reactivar nuestro juez o llamar a nuestra víctima interior.
De
cualquier manera, es la acción la que nos pone en la experiencia y en la
energía que se desprende de ella. Es la atención la que enfoca el camino y los
demás quienes actúan de reactivo con nosotros.
Llegamos
con deberes pendientes. Con problemas sin resolver. Con cuentas a plazos.
Llegamos
sin recordar, pero con un mapa en la cabeza donde el territorio ha sido marcado
pero no construido.
Nuestra
tarea es saber bordear obstáculos o aprender de ellos al tropezar. Nuestra
misión es recordar y reconectar con quienes somos. Y eso se hace, sobre todo,
en el silencio que sigue a la acción.
Me
gusta reconocer el sufrimiento. El mío y el ajeno. Me apasiona analizar los
comportamientos y sus motivos; conscientes o inconscientes.
Me
motiva que los demás y yo misma podamos evaluarnos más allá de lo que superficialmente
nos dispensemos. Que lleguemos a conectar con lo que necesitamos sanar y
vayamos en su busca.
Hagamos
silencio interior un ratito al día.
Conectemos,
desconectemos.
Aprendamos.
Sigamos
compartiendo.
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