Hay
momentos, situaciones y hechos que no podemos evitar en otros y a veces, ni en
nosotros mismos.
Cuando
te llega una situación inevitable que te afecta, uno se queda inmóvil. No sabe
cómo reaccionar y se paraliza.
No
podemos traspasar nuestra experiencia a nadie, por mucho que les queramos.
En realidad, “nadie escarmienta en cabeza
ajena”, reza un refrán y es verdad.
Cada
uno tiene que vivir por sí el resultado de sus acciones aunque de entrada
nazcan ya equivocadas.
Es
difícil esto cuando quien tienes delante es un hijo o una pareja o un familiar.
Pero no queda otra. Pararse, observar y estar atentos a las caídas, porque las
habrá.
A
veces, es como si lo que estás esperando llega. No obstante, hay un consuelo
nada útil y es el de pensar que no eres la única persona a la que suceden adversidades,
ni la única que no pueda salir de ellas.
Resulta
duro dejar que otro se equivoque en lo que tú ya te has equivocado. Sin
embargo, luego podemos pensar que como sucede en las enfermedades, ningún
cuerpo es igual, ninguno responde lo mismo matemáticamente, ninguno resiste de
forma idéntica.
Al
alma le sucede el mismo proceso. Cada uno tenemos nuestro propio plan, nuestras
piedras que rodear, nuestros montes que cruzar. Lo cierto es que tampoco
llegamos en el mismo punto ni con los mismos recursos. En ese marco es donde se
instala un rayo de esperanza.
De
ahí, la necesaria calma que uno debe guardar cuando está frente a un nuevo reto
de otro cuyos resultados le afectan de forma directa al corazón.
No
se puede hacer nada. Esperar que la otra persona sepa bordear el camino y
llegue a buen puerto.
Eso
sí, estar siempre ante su llamada y seguir amando incondicionalmente a pesar de
lo que suceda.
Pase
lo que pase. Siempre.
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