Pareciese
que la muerte nunca es nuestra porque cuando nos posee ya no estamos.
La
vemos siempre en otros. Sabemos que algún día seremos suyos pero lo vemos
lejano y si, por alguna circunstancia, parece cerca seguimos agarrándonos a la
vida.
Quiero
creer que la muerte es solamente una forma de nacimiento, al otro lado, por la
otra puerta, hacia la otra entrada.
Tengo
alumnas escépticas en mis clases. Unas no creen en nada. Otras lo creen todo.
Hablar de estos temas, allí, permite un sugerente caldo de cultivo para la
polémica.
Les
digo que entre creer y no creer, en algo para el más allá del último momento de
vida, hay una separación del 50%.
No
es cuestión de repetir los modelos de fe que nos han enseñado. Es cuestión de
sentir si lo que crees está de acuerdo con lo que sientes.
En
realidad, creer o no creer es una cuestión de querer salvarnos aquí. De
necesitar un cable al que agarrarnos, de preferir la esperanza al vacío de la
nada.
Y
al fin y al cabo, la fina línea que separa la vida de la muerte es la misma que
la que nos ata los pies al suelo.
A
veces se muere en vida y otras se vive al morir. En ocasiones, se muere a cada
instante adelantando desgracias y en otras, se vive para siempre gozando cada
instante del regalo que es la vida.
No
tenemos nada. Todo está prestado hasta el día en el cual nos despidamos. Nos
llevamos lo que disfrutamos, lo que gozamos o lo que sufrimos. Nos llevamos las
miradas, las melodías, los aromas, el deseo y la pasión. Nos llevamos las
lágrimas y el desencanto. El dolor y la desesperación.
Nos
llevamos el éter de lo vivido. Nada más.
¡Por
eso para que el equipaje sea abundante, vive!
¡Yo,
al menos, no me quiero perder ni un segundo y
cada
uno que pasa es uno que resta!.
Que
al menos la resta sume.
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