Antes de ser madre yo luchaba por
tapar, no siempre con éxito, lo que yo entendía por mi energía
femenina. Había decidido estudiar, pasar a la acción, salir de casa,
resolver sin lágrimas los conflictos o cualquier otra cosa, en definitiva
construir mi destino, sin sumisión.
En realidad quería ser como imaginaba que eran los hombres.
No sabía que la fuerza, la que me mantiene a flote incluso cuando rugen las peores tormentas, está también en mi vulnerabilidad, en mi ternura, en los besos, los abrazos, en la compasión, en la dulzura, en mi forma de crear, intuir, llorar, nutrir, acunar y rendirme a la vida.
No, cuando era joven yo no lo sabía. Tenía verdadero miedo a sentir, por eso me escondí debajo de una armadura de guerrera.
También ignoraba que, como yo, los hombres, aunque les de miedo sentir, sienten.
Tal vez les cuesta llorar y hablar o manifestar sus sentimientos (durante siglos les hemos impedido que lo hicieran) pero su dolor ante los sinsabores de la vida es tan auténtico como el de cualquier mujer.
Para muchos, su manera de manifestar amor es pasar a la acción.
Por
eso, ahora, admiro sin reticencias la energía masculina, la que hay en mí y en
la mayoría de los hombres y, al mismo tiempo, adoro ser mujer, sentir esa
conexión sagrada con la Gran Madre, esa energía amorosa y rotunda que ama a sus
hijos e hijas sin prejuicios ni distinción.
Veo esa energía sagrada en los ojos de mi hijo cuando abraza con ternura al suyo. Venero a los hombres y las mujeres de mi vida porque gracias a ellos soy lo que soy.
Y me hacen muchísima ilusión las nuevas generaciones porque en ellos subyace la semilla de la unión, del respeto, la admiración.
Nadie es mejor porque sea hombre o mujer, empieza una nueva era y es preciso invocar el perdón para dejar atrás las injusticias y andar de la mano, hombres y mujeres, ni un paso antes, ni un paso después.
Merce
Catro Puigautora de los libros "Palabras que Consuelan" y
"Volver a Vivir"
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