Hay
momentos de la vida en los que uno parece estar a la deriva. Entras y sales de
las situaciones como si de una batalla se tratase. Librando escollos, bordeando
obstáculos, penando penas.
Situaciones
de desconcierto pueden durar días, meses, años…toda una vida si no ponemos
remedio. Nadie va a resolvernos el enigma, ni a deshacer nuestros entuertos, ni
a tomar la lanza por nosotros y embestir a los gigantes.
De
vez en cuando luchamos a muerte, otras veces nos sentimos derrotados antes de entrar
en la contienda y la mayoría convertimos el corazón en un campo de batalla
donde van quedando muchos muertos.
La
factura del desconcierto es cuantiosa. La seguridad y la fortaleza que nos da
saber lo que queremos es el único camino para la victoria ante nosotros mismos.
No
es fácil navegar contra corriente. Tampoco lo es seguir los flujos de los
problemas que nos devoran. Por eso, a veces, hay que dejar que la vida nos
lleve…despacito…a dónde nos tenga que colocar.
Nada
pasa por que sí. Todo tiene su sentido en su momento y lo que ahora parece que
nos ahoga mañana puede ser nuestra salvación.
No
se abre el camino si no vamos dando pasos, aunque sean diminutos, aunque apenas
se aprecien, aunque nos hallamos movido un milímetro. Ese avance será siempre
de apertura hacia un mundo desconocido y nuevo.
La
deriva de la vida es la que decide, en muchas ocasiones, aquello que por
nosotros mismos no podemos resolver. Es soberana siempre a pesar de que espera,
frecuentemente, la resolución a la que lleven nuestras decisiones.
Si no somos capaces de hacerlo, ella, sin
duda, lo hará por nosotros.
No
sabemos cómo por tanto tomemos la iniciativa para ser, de alguna forma, dueños
de nuestro destino.
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