Tal
vez nos de vergüenza, pero muchas veces querríamos ser niños; niños pequeños
acurrucados en el regazo de nuestra madre. En el calor del amor puro, al cobijo
de la protección incondicional. Pequeños, suaves, tiernos y recibiendo amor a
manos llenas.
La
voz que canta la nana, la mano que mueve la cuna, el pecho que amamanta ilusiones,
la sonrisa que nos ayuda a crecer. Sentir que algo está detrás apoyándonos, caminar
seguros porque el paso firme está alentado por la voz que dice:…”adelante, tú
vales mucho”; mantenernos firmes con los sonidos de la infancia o remontar
escollos con los zancos que nos dejó.
Nada
hay nada como la sensación de sentirnos cuidados. Por eso, en cualquier
situación triunfan los cuidadores. Uno se rinde irremediablemente ante quienes
nos abren los brazos y nos dejan pasar a dentro, al calor de la chimenea en
invierno o al frescor de la fuente inagotable del amor, en verano.
Si
cuidas, te cuidan porque quien se descuide en el cuidado puede encontrarse en
medio de un vasto campo de soledades acechantes.
No
hay peor sensación que la desprotección. Ni mejor sentimiento que el de
proteger.
El
equilibrio entre querer cobijarnos y soltar amarras es la clave de nuestra
personalidad adulta.
¿Demasiado
protegido en la niñez?¿excesivamente desprotegido en ella?¿demasiado
solitario?¿excesivamente invadido?¿infravalorado?¿ex alzado?...todo está en la
raíz del amor.
Supongo
que al final todo parte del origen… al que nuevamente vuelve al terminar el
camino.
Se
cierra el círculo. En el resto de las circunstancias de la vida también se
cierran círculos, una y otra vez.
Hay
señales que nos indican, paso a paso, por donde sigue el camino…aunque no se
vea, aunque parezca que no hay. En realidad, existe porque tú mismo lo vas
abriendo en cada pisada.
¡!
Esperaré a que me cantes una nana…para dormirme hoy con las alas desplegadas
dispuesta a volar, confiada de ti, segura en mi!
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