La
inseguridad es lo que todo el mundo queremos evitar. Desde pequeños nos sitúan
frente a héroes que rebosan fuerza. Pero no solamente física. Fortaleza mental,
habilidad emocional y capacidad reactiva. Todo lo que se hace deseable a lo
largo del tiempo a partir de la infancia.
La
debilidad se rechaza. El discapacitado es el foco de atención y el punto de
mira de la crueldad infantil. Nos provocan risas las caídas, nos aporta cierta
morbosidad ver aquellas personas que se equivocan, los que se pierden, y los
desorientados. Tal vez, sea porque cuando lo vemos siempre somos espectadores
y, en ese momento, no nos está sucediendo a nosotros. Entonces sentimos el
poder de quien está en mejor situación; de quien en definitiva, se sitúa por
encima en la escalera de los sucesos de la vida y se siente mejor y más
importante por no ser el protagonista.
Sin
embargo, la inseguridad la sentimos todos en algún momento de la vida. La cuestión
es no hacer de ella una actitud constante. Posiblemente, deberíamos
desmitificarla, desencajarla del estereotipo de la desgracia y asumirla como un
punto de inflexión sin el cual no tomaríamos las precauciones debidas.
Ser
inseguros nos ayuda a ser prevenidos y cautos pero nos aporta fragilidad y
desconcierto.
Por
muy fuertes que nos creamos, por mucha autoestima que sintamos, por muy
consolidadas que tengamos las convicciones, siempre tendremos un talón de Aquiles
que nos ayude a descolocarnos, a sentir miedo, a recordarnos que somos
inestables en lo que tememos perder. Sea lo que sea.
En
materia de amor he decidido amar siempre con toda mi alma, a pesar de los
temores, a pesar de las debilidades, a pesar de las tormentas, los rayos y los
truenos; a pesar de las inseguridades y del miedo a sufrir.
Una
amiga me acaba de enviar esta frase que me ha encantado. La comparto con
vosotros:
“No
tengas miedo de amar, verterás lágrimas con amor o sin él.” (Ch. Vargas)
No hay comentarios:
Publicar un comentario