Me
he pasado la noche en urgencias de un hospital. No he sido yo la enferma por lo
que he podido observar mejor. Hay, de verdad, otro mundo detrás de la
enfermedad.
Vivimos
al margen de ella. Como debe ser, de alguna forma. Actuamos como si no fuese a llegarnos nunca y
la vemos desde fuera como si el dolor, la frustración, la impotencia y el
sufrimiento fuesen de menor calado y destruyesen menos de lo que lo hacen.
Hay
situaciones límite en las que nos igualamos. No importa, en esos momentos, la
categoría social, ni profesional; ni las joyas que se luzcan en la mano, ni el
color de la piel, ni el acento de las palabras. Nada tiene relevancia cuando
estamos echados en camillas contiguas. Todo
se iguala. Entonces, como si fuese por arte de magia, las diferencias se
disipan y como mucho, se aspira, a que no nos toque tanto como al compañero.
Hay
otra dimensión detrás de esas puertas que se abren con sillas de ruedas
esperándonos para facilitarnos, de forma más benevolente, el acceso a la
posible resolución de nuestros problemas.
Es entonces cuando apreciamos lo importante
que es ser amable y recibir un trato cariñoso. Ese afecto anónimo, en esas
circunstancias, cura más que los medicamentos. Lo malo es que esta sensación no
perdure cuando nos curamos y, más tarde, sigamos siendo los mismos.
Las
enfermedades enseñan. Están para eso precisamente. Para ayudarnos a cambiar. Para
modificar aquellos patrones de conducta o de pensamiento con los cuales nos
agredimos a nosotros mismos o lo hacemos con los demás.
Hay
que entender los mensajes de los males que nos acompañan. Conocer qué nos
quieren decir y tratar de resolver cada quiebro de nuestra conciencia para
sanarnos definitivamente.
Podemos
empezar por lo más fácil. Ser amables. Extender el cariño a las fronteras del
otro. Borrar las diferencias, los cambios de alturas al mirar a los ojos y los
tonos de voz al dirigirnos al que consideramos que está más abajo.
Posiblemente
con estos simples cambios estemos curándonos ya de lo que ni aún se ha
manifestado.
Enriquecedora experiencia la que has vivido; alrededor de la enfermedad y sobre todo ante el humbral de la muerte, nos igualamos de manera asombrosa, en esos instantes perdemos la máscara y el dolor y el temor nos pone de rodillas con humildad y con otro sentido humano frente al otro.
ResponderEliminarSerá quiza que la luz que emena de la cercanía a la puerta al "mas allá" nos alcanza a iluminar?
O el temor y la impotencia muy humanas nos acerca a cambiar de actitud en el "mas acá" ?
Vaya experiencia...!
Me ha gustado mucho el aporte que has hecho. Nos igualamos ante la desgracia. Nos rendimos ante las situaciones límite.
ResponderEliminarAbandonamos la soberbia de golpe cuando la vida nos da un empujón hacia hacia abajo, sin duda.
Gracias por tus reflexiones.*