Me
sigue pareciendo que no hay nada como escuchar la voz. Los correos, los
mensajes, los wasap…palabras encogidas, letras aisladas que quieren representar
toda una palabra o incluso una expresión completa; iconos, emoticones… el
sentimiento concentrado y aún exprimido.
Me
gusta la modulación de las vocablos, me encanta la melodía del aire cuando roza
los dientes derramándose en la lengua; me enciende la alegría, la pena o la
melancolía con la que otros me invocan; me gusta oir mi nombre, escuchar los
silbidos de las palabras cuando se dan la mano y, sobre todo, me enloquece enredarme
en cada frase directa al corazón.
Todo
se resume demasiado ahora. Todo es breve y conciso. Las letras sobran, la ortografía molesta y
hasta la gramática no tiene cabida en el nuevo mundo telemático y virtual al
que la mayoría hemos sucumbido.
Es
increíble cómo la comunicación se ha devorado así misma. Es impensable estar sin el teléfono en el
bolso y sin embargo, apenas se habla. Todo se escribe. Tanto, tan rápido y con
tanta gente, a veces a la vez, que los mensajes se equivocan y van a quienes no
deben.
Los
jóvenes, aún reunidos, no hablan. Cada cual está centrado en su móvil. Se
mueven rápido los dedos, se focaliza la vista en una línea, en un punto, en el
brillo de la pantalla y en el silencio sordo de las palabras que no suenan.
Los
sonidos que anuncian que nos ha llegado un mensaje, nos instan a ir al móvil
con rapidez. Si hay algo a lo que no nos
resistimos es a no mirar un wasap recién nacido en nuestro teléfono o un recado
que nos reclama.
Hemos
abandonado el sonido chispeante de las palabras dichas, mal o bien, como sea
pero emitidas. Porque si antes nos fijábamos tanto en la corrección
lingüística, hoy todo lo perdonamos en la incorrección gráfica.
Y
lo peor, que así nos creemos modernos, integrados en lo nuevo y conectados con
el mundo por medio de una tecnología que nos separa mientras nos une.
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