Cuando
uno nace no trae libro de instrucciones. Todo está por descubrir, todo por
hacer, todo por pasar. No sabemos cómo, ni dónde, ni quién le va a acompañar en
las rutas que le quedan por caminar. Tampoco conoce el mapa que guiará sus
pasos, ni el plano que delimitará sus decisiones.
A medida que vamos viviendo, nos damos
cuenta que no hay un solo mapa y, sobre todo, que quién solamente usa uno,
siempre se pierde.
Cada circunstancia, cada momento, cada
persona…requiere el suyo y nosotros, cada uno, debemos tenerlos todos.
Estamos expuestos a lo inesperado. Al
afecto, al deseo, a la alegría, a la tristeza, al odio, a la envidia, a los
celos y a tantos y tantos virus que calan y se extienden en el organismo hasta
que invaden el corazón. Lo peor es que
no hay pastillas para la ilusión, ni contra la desesperanza, ni que hagan
brotar el amor. No hemos inventado la fórmula que nos acerque a la pasión, ni
la receta del entusiasmo.
No hay más método que vivir y
experimentar. No hay otro modo de pasar la prueba que sometiéndonos a ella.
A veces nos gustaría saber cómo actuar
pero este vacío de prospectos indicativos es lo que permite que cada uno
rellene, con su particular forma de ser y existir, la maravillosa y única
porción de vida de cada cual.
Las contraindicaciones de vivir nadie
puede escribirlas porque cuando terminamos el viaje nunca le hemos visto
demasiado largo, ni demasiado malo, ni demasiado duro a pesar de haberlo sido.
Los mapas son autodestructibles e
intransferibles. A nadie le vale el del otro. No hay rutas abiertas, ni prediseñadas,
ni las mismas zonas prohibidas, ni las mismas leyes que rijan situaciones
similares porque nunca son ni parecidas por muy idénticas que parezcan.
Lo mejor, describir nuestras propias
sendas y trazar nuestros propios linderos; aquellos que solamente nos valen a
nosotros pero en los que, tal vez, otros puedan inspirarse.
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