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Cada nuevo aprendizaje es un inédito amanecer. Aprender equivale a transitar un camino nunca fácil. Una noche oscura por la que discurre la impotencia, la rabia, el desafío y los errores para ir en busca del alba. La claridad está al final del recorrido cuando reconocemos que hemos aprendido y nos inunda un profundo suspiro que ayuda a reconfortar nuestro interior. Cada amanecer nacemos de nuevo. Nos libramos de las sombras de la noche para abrazar la luz del un nuevo día y llenarnos de claridad. Cuando aprendemos dejamos el lado oscuro, miramos por fin a través del cristal y conocemos la escena real. Entonces comprendemos al otro, le despojamos de los prejuicios con los que le hemos mirado antes, destapamos los harapos con los que cubrimos su cara y podemos mirarle a los ojos. Comprender es perdonar y perdonarnos, para reconciliarnos con nosotros mismos. Cuando aprendemos de verdad, las prioridades de antaño se trastocan y ya nada sabe igual. Nos encontramos estúpidos cuando miramos atrás y no nos reconocemos en todo lo que hicimos cuando no sabíamos. Acechados por un peligro fatal, cuando aún no hemos aprendido, nos debatimos entre el orgullo de creernos el centro del universo y la soberbia de mirar al resto hacia abajo, sin entender que cuando nos ciega la altanería y la insolencia del ego todo lo reducimos a ceniza. Se quema a nuestro paso como la yesca seca al roce del viento.
Estamos obligados a aprender, como el día lo está a suceder a la noche. Estamos impelidos a comprender, como el bien reina sobre el mal al transcurrir del tiempo. Estamos arrastrados a disponer de nosotros mismos con la fuerza del que tiene como misión ser mejor para darse más. No hay otro sentido que nos justifique, ni otra encomienda mejor que la de regalarnos cada día a los demás con lo mejor de nosotros mismos
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