Todos vamos a morir. Todos lo sabemos. Todos lo queremos ignorar. La muerte nunca es nuestra, por cercana que sea, y por eso obviamos lo inevitable para no condenar al día a día al abismo que supone.
         La fe, en lo que sea que se deposite, salva la inconmensurable tristeza del desapego de nuestro cuerpo y nuestra vida. Pero, ¿qué sucede con aquellos que dicen no creer en nada?. Entonces se aferran a la vida y se instalan en un vacío de pensamiento que les hace vivir el presente con una indiferencia absoluta hacia el momento de finalizar la existencia.
         Todos los que nos aferramos a la creencia en una vida más allá de ésta, queremos pensar que los que se han ido están en un lugar, dimensión o plano mejor. Qué son felices, que están con los suyos y que ahí nos esperarán con la forma en que les conocimos y gozamos, para ayudarnos en el tránsito.
         Sea como sea, haya lo que haya, lo cierto es que lo único seguro de la vida, es la muerte. No podemos cerrar nuestra mente ante ella. Es la soberana de la vida, la que preside nuestro tiempo y lo descuenta día a día, la que hace justicia, a veces, o condena sin culpa, otras. 
         Los que se han ido, solo lo han hecho antes que nosotros. Tengámosles en nuestro corazón. Ahí siguen viviendo muy vivos…muy nuestros, muy presentes todavía, en su ausencia. Seamos ellos recordando su legado, no para sufrirlo, sino para gozar de lo mejor que nos dejaron.
         Hoy es su día, pero también el de todos.

 
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