Nuestra mente nunca para. Constantemente, dialogamos con nosotros mismos o tal vez sea un soliloquio, muchas veces improductivo, otras agobiante y, la mayoría, desquiciante.
Nos criticamos, nos juzgamos y condenamos. Pensamos en nosotros, en lo que hemos hecho y dejado de hacer, en lo que nos hacen y en lo que ni siquiera sabemos e imaginamos que ha sucedido o irá a suceder.
El pasado nos aprisiona, el futuro nos angustia y conjugamos un presente en el que las situaciones, sean como sean, que nos acompañan las vemos aún peor.
Casi nunca aparece en nuestras conversaciones internas un “yo” entusiasta que nos anime y nos de fuerzas para seguir. Un protector amigo con el cual nos encontrásemos genial.
No nos damos cuenta que somos los únicos que estaremos con nosotros mismos toda la vida. El resto la compartimos a trocitos, con unos y con otros. Por eso, es imprescindible que seamos amables, suaves y delicados cuando nos sometemos a juicio.
Imagínate la persona más amable, cariñosa y confiable que puedas desear a tu lado. Transfiérela a ti. Entonces puedes iniciar esas conversación con el “tú mismo espejo” y dejarte aconsejar, acariciar y suavizar por esta creación.
Os dejo un brevísimo cuento oriental que alude a la necesidad de entendernos y yo añadiría, a la imperiosa y prioritaria inmediatez de acompañarnos con suavidad, atendernos con decisión y aportarnos seguridad, desde nuestro “yo” más amable.
Veamos:
“Un maestro y su discípulo caminaban por un prado. En su paseo Iban oyendo las voces de distintas criaturas: el mugido de las vacas, el trinar de los pájaros, el balar de las ovejas, el relinchar de las caballerías. . .
-Si tan sólo pudiera comprender un instante lo que dicen -dijo en un suspiro el discípulo refiriéndose a los animales.
Mucho más importante para ti sería si tan sólo pudieras comprender un instante la verdadera esencia y significado de lo que tú mismo dices -respondió el maestro.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario