Podemos
no creer. Nada. Aunque esto desfonde la existencia y el que no cree se quede
sin recompensa y, lo mejor para él, sin castigo.
Apelar a dios es un acto casi instintivo cuando
estamos al límite. Es como si estuviese dentro a pesar del ateísmo que
defendamos.
Hay,
ha habido y habrá muchos personajes para un solo nombre. Nos hemos inventado
caras, ropajes, aspectos, formas y maneras que nos han dado la seguridad de
hacerlo a nuestra imagen y semejanza.
Lo
hemos introducido en una historia, miremos la religión que miremos. Hemos
inventado todo un mundo extrasensorial que le obligamos a manejar. Y al fin,
hemos hecho de él una especie de juguete adaptado a nuestras ganas o
necesidades de jugar.
De
pequeños nos acostumbraron a hablar con él antes de dormir. Cerrar los ojos era
como introducirnos en una aventura de la que no sabíamos si volveríamos por
eso, lo mejor era, terminar el día a su lado.
Ángeles
protectores cubrían las esquinas de nuestra cama y de este modo, dormir se
convertía en algo seguro para ahuyentar los miedos.
Por
encima y detrás de todo esto, uno debe conectar con lo que siente en el centro
de su corazón. Tal vez, no coincida con el cuento que arrastra la religiosidad
de cada mundo, dentro de éste. Posiblemente, lo que aparezca en ese centro sea
una energía magnífica que nos une a nuestro mejor yo y esa, ahí, en ese
encuentro grandioso con lo que de verdad viaja a través del tiempo, podremos
nombrarnos a nosotros mismos con tal.
Sea
como sea, tengamos las ideas que tengamos, necesitamos esa especie de
protección en la que poder pensar cuando debamos decir adiós.
Hay
un curioso libro que podemos leer como una interpretación más, que os aconsejo,
si no lo habéis leído: “Conversaciones con Dios” de Neale Donald Walsch.
Nos
pone en otra dimensión, nos ayuda a ir más allá y de cualquier forma y en
último término, podemos tomarlo como una historia más de las que tantas veces
nos han contado para rellenar ese concepto.
Si
nada te convence, no importa.
Estás
contigo y eso es estar con él.
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