Ver
nevar es toda una experiencia llena de sorpresas. Uno no se cansa de mirar
cómo, copo a copo, se van cubriendo las calles, los jardines, los montes y todo cuanto bajo su capa se encuentra.
Siempre
que miro como cae, mis ojos atraviesan el resplandor que emite y mi imaginación
se va lejos; muy lejos.
Es
como si me trasladase al espacio vacío de lo que no es o no está. Al mundo de
los deseos no satisfechos o de los anhelos por cumplir. Ver caer la nieve
disuelve el alma en el paisaje perdido que se va borrando en nuestra retina.
Junto
al blanco inmaculado de su caminar, que tanto parece gustarnos, comienzan las
pisadas profundas, los manchones negros, las roderas lentas de los coches que
recorren con dificultad su inmaculado manto. Y uno se da cuenta de que en
realidad ir creciendo es como ir pisando sobre la túnica blanca de un espacio
nevado.
Cada
huella, no puede borrarse, cada tropiezo se nota, cada mancha se divisa. Lo
mejor es que nuestro paisaje interior siempre puede recomponerse de nuevo,
siempre volver a ser pintado otra vez; siempre volver a construir sobre lo caído.
Cuando
estamos en estado de “recién nevado”, entonces hay que cuidar dónde pisamos,
modelar el camino y optimizar el paso.
Nevar
siempre es presagio de buenos tiempos venideros.
Miremos
a través de la nieve. Dejemos que nuestra mirada vuele. Esperemos esa riqueza
que nos trae convertida en agua clara sobre la sed.
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