Cuando
algo termina parece que se cierran todas las puertas; no solo la que acaba de
cerrarse, sino también el resto que ni siquiera vemos entonces.
Terminar
algo es inherente al momento en el que empieza porque todo, y la propia vida es
el mejor ejemplo, lleva la semilla del final en el comienzo.
Que
algo acabe nos puede sumir en la más absoluta desesperanza, sobre todo si no lo
esperamos. Nos parece imposible, nos preguntamos por qué, recordamos lo bueno y
evitamos lo desagradable. Lo magnificamos, nos hacemos víctimas de golpe y
ponemos sobre nuestros ojos una venda opaca a través de la cual no vemos nada.
Cerrar
una puerta puede significar quedar al otro lado; una orilla diferente con
multitud de posibilidades, un límite sin fronteras en el que nos esperan nuevos
comienzos con diferentes finales. Porque lo que es seguro es que todo termina y
esto no es un mensaje derrotista solamente coherente con el devenir de la
propia vida.
Si
pudiésemos ver que todo final es un nuevo principio saldríamos mejor parados de
nuestros dramas.
Hay
que darse tiempo. ¿Cuánto?. La cantidad la marcará la calidad de nuestra forma
de esperar. Del sosiego y la conexión que tengamos con nosotros mismos, de la
capacidad de soñar con lo que deseamos, de la sensibilidad para percibir más
allá de lo que vemos.
Si
estás en un momento de espera, gózalo. Es un tiempo para estar contigo, para
hablarte con cariño, para mimarte desde dentro. A veces, cuando llega alguien,
nuestra vida cambia tanto que dejamos de dialogar con nosotros para convertir
en único interlocutor a la otra persona.
Cuando
termina su paso por nuestra vida nos quedamos tremendamente solos. Por eso, por
no habernos dado cabida en este diálogo que en muchas ocasiones se convierte en
un monólogo sostenido por nuestro silencio.
Escúchate.
Quiérete. Serénate.
Luego,
vuelve a abrir la puerta.
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