Nos pasan
todo tipo de sucesos. La vida es así. Estamos en el cielo y de repente algo nos
ocurre que nos clava en el infierno.
Uno tiene
que pararse. Respirar profundo y pensar que “todo está bien”, que la vida sigue
unas fases que son inexorables y que ante ellas no podemos hacer nada.
Una de las
prácticas más saludables es abrazarte a ti mismo y cuando hablo de abrazos me
refiero a ser bondadoso con uno, a ser permisible, a dejarse llevar por las circunstancias
y a no pelear contra ellas.
Cuando nos
ablandamos todo fluye con mucha sencillez.
Nos
complicamos mucho. Pensamos, damos vueltas en círculo, nos agobiamos, nos
enredamos en pensamientos absurdos, hacemos gigantes a los enanos y de todo
ello, no sacamos nada en limpio.
Hay que
aprender a desaprender. Rutinas que no sirven, excusas que están caducadas,
razones que han prescrito y sobre todo, las justificaciones que nos mantienen
en una casa de locos con la certeza de que estamos en el buen camino.
No lo
estamos. El camino correcto es el de la sencillez porque al final, casi nada es
importante.
Nos creamos
expectativas que no van a cumplirse, aspiramos a lo imposible, nos resistimos a
lo ineludible y siempre terminamos por perder
la batalla antes de empezarla.
Si estás en
un momento dulce, gózalo pero con suavidad. Saboréalo poco a poco. Degústalo
despacito. Vuelve sobre su aroma otra vez. Empápate de ello delicadamente.
Si estás en
un momento difícil hazlo de igual forma. Vete lento. Despacito sobre sus aguas.
Poco a poco. De vez en vez. Pásalo por encima, no te sumerjas. Bordéalo suave y
delicadamente.
Solamente en
la sencillez de una vida suave podemos darnos ese abrazo a nosotros mismos
donde sintamos, que sea como sea, “todo está bien”.
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