En
algún rincón de nuestra memoria, hay lugares lejanos que nos asustan desde la
infancia. O tal vez, cercanos en el espacio y en el tiempo; reales en nuestra
consciencia o imaginarios en nuestros sueños.
Todos
tenemos lugares que nos asustan. Espacios vacíos llenos de miedos. Lugares
remotos que evitamos por lo que de ellos tememos.
Con
el tiempo, hemos de aprender a ser sinceros con nosotros mismos. Distinguir las
culpabilidades. No tomarnos papeles que no nos corresponden, ni asumir dolores
que no hemos provocado.
La
esencia del valor es vivir sin engañarnos. No es fácil, sin embargo observar
con sinceridad lo que hacemos. Vernos con claridad es cuanto menos, molesto.
A
medida que aprendemos a vernos con más claridad, a ser leales con nosotros
mismos, empezamos a percibir aspectos que preferiríamos obviar: nuestra forma
de condenar, la mezquindad y la arrogancia.
No
se trata de comportamientos inamovibles, sino de hábitos que podemos
desaprender. Cuanto más los conozcamos, más débiles se volverán.
Nuestra
naturaleza básica es extremadamente sencilla, suave y liviana.
Cuando
nos hacemos responsables de la dirección que debe tomar nuestra forma de
comportarnos e instalarnos en la vida, nos damos cuenta de que llevamos a
cuestas un equipaje innecesario.
Debemos abrir las maletas y ver qué hemos ido
metiendo en ellas. Al hacerlo empezamos a comprender que muchas de las cosas
que llevamos ya no las necesitamos.
Airear
el interior, abrir las ventanas, desalojar a quién ya vivió en nuestra casa y
se alimentó con nosotros, dejar espacio, oler a limpio… es lo que convertirá
los lugares que nos asustan en espacio libres, claros y cálidos donde estar
será el mejor presente que podemos hacernos a nosotros mismos.
Merece
ponerse manos a la obra.
El
regalo es tu paz.
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