Todos
estamos llenos de falsas creencias, de pensamientos limitantes, de sensaciones
de temor y de desconfianzas hacia uno mismo.
Todos
estamos también llenos de ego. Un ego, que a veces es tan grande y demoledor
que no percibe nada que no sea él mismo.
En
ocasiones, uno actúa sin pensar nada más que en el momento, en lo que nos viene
bien y en la satisfacción o la necesidad de lo que hacemos. En ese instante, no
está nadie más allí, ni físicamente, ni en el corazón.
Más
tarde, cuando lo que hacemos hace daño a otra persona comenzamos a cuestionarnos
si el ego se encontró en su camino a alguien más que no fuese su sombra.
La
autoestima es una digna herramienta siempre que no asfixie los derechos del que
está enfrente. Uno puede quererse tanto que vaya arrasando por la vida a su
paso, caiga quien caiga. Eso no es sano, ni conveniente. Porque al final, cada
uno somos como somos y caeremos una y otra vez en lo que negamos hasta que
nuestro interior lo resuelva.
Actuar
bien, cuando nadie nos ve, es el mejor barómetro para conocernos. Sin
vigilancia es realmente cuando nos encontramos con nosotros mismos; así a
solas, con nuestros deseos y nuestras quimeras, con nuestras luchas y nuestros
fantasmas.
Algunas
personas se perdonan demasiado rápido. Otras, por el contrario, son un verdugo permanente
atormentando su mente.
Posiblemente,
sea conveniente que uno repase sus actos; esos que protagoniza a solas y
después, sin perdones ni guillotinas, valore si todo lo que dice se corresponde
con lo que hace.
Posiblemente
nos asombremos.
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