Hay veces que parece que la cabeza va a
estallar, que el corazón se para y que la sangre no corre.
En esos momentos en los que se pasa tan
mal, en los que todo parece ir contra, cuando las fuerzas se esconden y los
ánimos bajan a tierra, entonces puede pasar algo casi imperceptible que nos
detenga. Algo que fije nuestra atención y la desvíe del objeto de sufrimiento.
Ahí se hace la calma y en ese silencio aparecen las respuestas.
Hay que confiar. Separarnos de la escena.
Dejar actuar a los actores de la vida. Ser observador a la vez que actor. Pararnos antes de entran
en escena. Revisar el guión y volver a confiar.
La vida presenta sus piedras, a veces
juntas, otras distanciadas en el camino. Cada tropezón nos hace avanzar con más
cuidado y aprender a rodear los escollos.
No aprendemos tan rápido como sería
deseable. Posiblemente, no aprendemos más porque cada vez que sufrimos nos
encontramos con el alfa y el omega de nuestro microcosmos. Y allí, en el
sagrado templo de lo íntimo aparece nuestro ser eterno manifestándose en todo
su poder para que tomemos un poquito y salpiquemos nuestro dolor con estas
gotas de escarcha dorada que nos hace más humanos pero también más divinos.
Un breve cuento Zen nos habla de parar en
medio del abismo.
…”Un día mientras caminaba a través de la
selva un hombre se topó con un feroz tigre. Corrió pero pronto llegó al borde
de un acantilado. Desesperado por salvarse, bajó por una parra y quedó colgando
sobre el fatal precipicio. Mientras él estaba ahí colgado, dos ratones
aparecieron por un agujero en al acantilado y empezaron a roer la parra. De
pronto, vio un racimo de frutillas en la parra. Las arrancó y se las llevó a la
boca. ¡Estaban increíblemente deliciosas! …”
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