Me
he acostumbrado a tomar aliento. A realizar una parada en la tempestad. A
respirar profundo y liberar el miedo, la ira y el disgusto. A soltar lastre. A
escribir frases cortas en mi mente. A visualizar líneas divisorias que puedo
cruzar. A desmoldar estamentos. A dejar de lado prejuicios. A ver claro en
medio de la oscuridad. A poder asumir derrotas. A dar por perdido lo que no
puedo cambiar. A dejar que los otros sean mientras soy yo misma. A no cambiar
silencios por bienestar. A dejar lo que no quiero y a reclamar lo que merezco.
He
aprendido la técnica del campo de flores.
Consiste
en parar en el centro del huracán. Detenernos solamente un minuto de reloj.
Imaginarnos en el interior de un campo de flores aromáticas y deliciosamente
bellas. Respirar profundamente los aires limpios de cargas pesadas, admirar la
claridad de los colores y envolverme con ellos.
El
minuto en mi campo me posiciona en un lugar diferente a la vuelta. Cuando
regreso, todo está en su lugar. Aún perdura el enfado, la incomodidad y el
desánimo. Puede que incluso me estén esperando dispuestos a volver a la carga. Pero yo, en ese momento,
soy otra ya. No los miro igual, ni me siento de la misma forma. Y si me
descubro parecida, al menos, puedo
apartarlos a una orilla para entretenerme a ellos en otro momento.
Detenernos
un solo minuto puedo hacernos conectar con la paz; con esa serenidad que nos
haga verlo todo de otra forma o al menos iniciar el camino para que deje de
dolernos o deje de importarnos.
He
aprendido que no se puede dar todo porque entonces, sobra. Por eso me quedo, de vez en cuando, con ese
minuto lleno de flores que tanto me ayuda.
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