Estamos
muy acostumbrados a presuponer. Tendemos a recreas escenarios que no existen. Hacemos
crecer a nuestros fantasmas en un
instante y siempre, tendemos a adelantar desgracias que rara vez suceden.
Nuestras
percepciones, la forma que damos al mundo dentro de nosotros, pueden
predisponernos a adoptar actitudes que mantienen un escenario inexistente. Lo
peor es que alguien paga por ello.
Veamos
este ejemplo del relato.
“…Un hombre quería
colgar un cuadro. Aunque tenía el clavo le faltaba un martillo. Su vecino tenía
uno. Así, pues, nuestro hombre decidió pedir al vecino el martillo prestado.
Sin embargo, rápidamente
le asaltó una duda:
¿Qué? ¿Y si no
quiere prestármelo? Ahora recuerdo que ayer me saludó algo distraído. Quizás
tenía prisa. Pero, quizás la prisa no era más que un pretexto, y el hombre
abriga algo contra mí. ¿Qué puede ser? Yo no le he hecho nada; algo se le habrá
metido en la cabeza. Si alguien me pidiese prestada alguna herramienta, yo se
la dejaría enseguida. ¿Por qué no ha de hacerlo él también? ¿Cómo puede uno
negarse a hacer un favor tan sencillo a otro? Tipos como éste le amargan a uno
la vida. Y luego todavía se imagina que dependo de él. Sólo porque tiene un
martillo. Esto ya es el colmo.
Así nuestro hombre salió precipitado a casa del vecino, tocó el
timbre, se abrió la puerta y, antes de que el vecino tenga tiempo de decir
«buenos días», nuestro hombre le grita furioso: “¡Quédese
usted con su martillo, estúpido!”.
Efectivamente, nuestra mente, el diálogo interior
que mantenemos con nosotros mismos y esa especie de gigante gruñón que nos grita
desde dentro hace que imaginemos realidades desbordadas que solo existen en
nuestra fantasía.
Lo peor, que actuamos en consecuencia. Lo mejor,
saber que nos sucede, al menos queda la esperanza de poder remediarlo.
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