Llevo sin ti tanto tiempo que me
parecen eternidades las que nos separan. Tu recuerdo no es una evocación
desdibujada, sino una vivencia exultante que aparece día a día para acompañarme
siempre.
He llorado mucho. Me he permitido la
tristeza. Me he abrazado a tu foto y te he estrechado tantas veces entre mis
brazos besando tus mejillas. Quiero recordar tus palabras, tu semblante sereno
y limpio, tu fuerza infinita que todo lo
podía. Y he sentido la necesidad de ver más allá, de conocer tu nuevo mundo, de
saber si eres reina de un nuevo cielo como aquí lo fuiste de los tuyos.
Estoy convencida de que las cosas
llegan a nosotros cuando las necesitamos. Es como si nosotros mismos creásemos
la necesidad y el remedio a su vez. Un proceso inseparable que hace posible lo
imposible y real lo imaginado. He estado buscando algo que me explique qué
sucede cuando uno se va. Cuando cruzamos la temible barrera entre la vida y la
muerte, cuando el alma regresa a su morada original. Y ahí surgió de pronto.
Había encontrado este libro ya hace
tiempo, sin embargo no lo había leído. Apenas hace unos días comencé a leerlo
detenida y pausadamente. Y encontré respuestas. Al menos, aquellas que
reconfortan mi espíritu y conectan con el saber profundo que todos tenemos.
Neale Donald Walsch, con su libro “ En casa con Dios,
una vida que nunca termina”, me ha servido de guía para encender un cirio, hoy
por ti.
No hay
días especiales, ni aún éste, porque todos son iguales en mi recuerdo, todos me
hablan de ti siempre, en todos te sigo necesitando a cada instante.
Me enseñaste mucho. En aquellos momentos tal vez no aprendí
demasiado. Sin embargo, la lluvia de sabiduría me impregnó por completo y voy
entendiendo poco a poco que uno se salva o se condena a sí mismo con lo que
hace, con lo que sufre, con lo que ama o deja de amar. Y si algo tengo que
agradecer a tu paso por mi vida es el profundo mensaje que dejaste en mi alma
con tu marcha: que la vida es continua, que todo existe a través de uno mismo,
que la muerte es solamente un hasta luego salpicado de presencias y que el tiempo
no tiene sentido en la eternidad del amor.
¡Te quiero, mamá!
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