Todos
tenemos nuestro punto de anclaje. Ese espacio de intenciones donde seríamos
capaz de morir por algo, de sentir lo máximo para eliminar lo peor y de
cedernos a favor de lo que espera de nosotros lo mejor nuestro.
Un punto
de encuentro entre lo que somos y lo que aspiramos ser, entre lo que ideamos
que lograríamos y lo que verdaderamente poseemos, entre los sueños y la
eternidad completa para conseguirlos.
Hay un
punto de inflexión, sin duda, dentro del alma. Aquel en el que no podemos
escondernos de nada, ante el que somos únicos responsables de la culpa propia y
ajena, en el cual ponernos a disposición del universo para remediar lo produce
nuestra pena.
Un lugar
inmenso sin tiempo, ni espacio, sin paredes y sin barreras. Un delicioso
chispazo de esperanza al que siempre podremos regresar.
No hay
momento inadecuado para volver al punto de anclaje. Podemos empezar ya mismo
desde el lugar y la condición en la que estemos. Porque se trata de un reset capaz
de situarnos de nuevo en el punto de partida.
Todos
podemos volver a empezar. Siempre mejor posicionados que la vez anterior,
siempre capaces de ir un paso más allá con los aprendizajes que llevamos en la
mochila. Urgidos por el deseo de avanzar hacia el centro de nosotros mismos e
impelidos por la necesidad de encontrarnos allí. Serenos y en equilibrio. Con
los brazos abiertos para abrazarnos celebrando la llegada.
Poco a poco, uno conoce el camino y se
da cuenta que todo es cuestión de AMOR. De estar cerca o lejos de él. Y que
solamente una cuestión de coherencia nos puede instalar en su centro. Es
necesario pensar, sentir y actuar de un único modo. De lo contrario, seremos
devorados por nuestras propias mentiras, engañándonos solamente a nosotros y
tomando un veneno que siempre tenemos preparado para el enemigo.
El punto
de encuentro con nosotros mismos está, sin duda, en el medio de la nada y en el
centro de la intención. Sin ataduras al ego, sin rendimientos de culto a
ideologías, religiones o filosofías. Sin pautas directrices externas, sin
condiciones ni anatemas.
Debemos
encontrarlo si queremos de verdad que nuestra vida sea lo suficientemente libre
como para que haya merecido la pena vivirla.
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