Los pequeños detalles hacen grandes historias. Es lo más sencillo lo que va construyendo cimientos. Lo más simple lo que más va calando dentro.
A veces, basta echar un vistazo a tu alrededor para descubrir que lo que tiene importancia son pequeños rasgos, mínimas connotaciones que te permiten entrar en la verdad, en el más jugoso de la entrañable secuencia de las pulsiones de la vida.
Hay que aprender a observar. Es muy importante ver hasta la más insignificante mota de polvo porque ella puede contener la clave de todo lo que sucede.
En las escuelas debería reformarse el currículo, la metodología y los objetivos finales con los que pretendemos formar personas capaces de tener empatía, limpias de corazón, sanas en sus formas de comportarse, capaces de ayudar, comprender y tener la suficiente compasión como para identificarse con lo diferente.
Deberían enseñar a mirar más allá de lo que se ve a simple vista, a silenciar la palabra y encontrar espacios de paz para poder valorar con acierto. Deberían enseñar a perder, a recomponerse tras la adversidad, a tender la mano pidiendo ayuda o dándola.
La información aséptica está al alcance de todos a golpe de una tecla. Eso no importa tanto como aprender a obtenerla con las habilidades del sentir y no del intelecto. Saberla utilizar con acierto y bondad, pero sobre todo, adquirir la suficiente resiliencia como para mantenernos con firmeza en medio de las tormentas, sabiendo que todo pasa y que después de la enorme lluvia llega la calma y todo vuelve a brotar.
Con esa esperanza nos mantenemos día a día.
Los pequeños detalles nos dicen mucho.
Es suficiente saberlos mirar.
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