Es
muy difícil cambiar. Nos acomodamos, reorientamos la conducta, nos adaptamos a
las circunstancias, aprovechamos oportunidades para recolocarnos; sin embargo
hay debilidades, vicios ocultos o secretos inconfesables que siguen ahí.
Hay
una formación del esqueleto conductual de la persona, de su armazón emocional
que se gesta en la infancia.
Las
ausencias y las presencias, las palabras dichas o las silenciadas; los gestos,
las actitudes, las miradas, la agresividad, las revanchas o los malos modos
son, nada más ni menos que el molde del que saldrá la persona adulta que crece
en ese niño.
Hay
debilidades que cuestan un alto precio. Hay formas de ser y estar en la vida
que traen de cabeza a los de alrededor. Personas que tienen el blanco en sí
mismos, que poco les importan las consecuencias de lo que hacen y que si alguien
les pone frente a sus acciones las obvian o desvían responsabilidades, con
efecto rebote, hacia quienes les increpan.
Hay
debilidades incorregibles. Se aceptan o no. Se aguantan o no. Se soportan o no,
porque la experiencia nos dicen que no son negociables, que se repiten
idénticas ante circunstancias semejantes y que por mucho que nos prometan
cambios, estos nunca llegan porque están pegadas a la piel.
Ante
lo que no nos gusta de los demás solamente cabe retirarnos porque si
pretendemos cambiarlo, ni es sano ni es posible.
Cada
uno tiene hecho sobre sí su propio edificio, con sus alturas y sus sótanos. Con
sus azoteas y sus cloacas.
Adentrarnos
por la puerta grande es equivocarnos de dirección si tenemos expectativas que
no encajan con la arquitectura humana que llevamos dentro como propia.
Todos
tenemos debilidades; algunas incorregibles.
Otras
obviables y la mayoría recurrentes.
No
hay malos y buenos.
Posiblemente hay listos e ingenuos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario