Nada pasa por que sí, nada de lo que nos
sucede nos deja indiferentes y mucho menos en cuestión de enfados, rabias, iras
y decepciones.
Efectivamente las personas, muchas veces, después
de estos encontronazos vuelven a hablarse, se sonríen e intentan comportarse
como si nada hubiese pasado…pero la realidad es otra. Las palabras que se
escuchan, se recuerdan, lo que se quiebra no vuelve a recomponerse de la misma
forma, los desencantos van tejiendo una tela de cota que endurece el
sentimiento. Nada vuelve a ser igual y mucho menos si no hay arrepentimiento y
cambio de conducta.
Hay personas que nunca se creen responsables
de sus actos; incluso que se niegan la realidad para protegerse de sus consecuencias.
Y viven como en un eterno sueño donde son ellos los que colocan las piezas del
rompecabezas que ellos mismos desordenan.
Lo cierto es que poco a poco van quedando
marcas. Hoyos diminutos por donde se escapa la confianza, los afectos y la
ternura.
Nada es banal. Ninguna de nuestras acciones
y de nuestras palabras cae como una pluma sobre la piel.
Tengamos cuidado de lo que decimos y hacemos
por si mañana los que servimos como yunque somos nosotros.
Os dejo un breve y conocido cuento que nos
ayudará a entenderlo.
El primer día clavó treinta y tres. Terminó agotado, y poco a poco fue descubriendo que le era más fácil controlar su ira que clavar clavos en aquella puerta. Cada vez que iba a enfadarse se acordaba de lo mucho que le costaría clavar otro clavo, y en el transcurso de las semanas siguientes, el número de clavos fue disminuyendo. Finalmente, llegó un día en que no entró en conflicto con ningún compañero.
Había logrado apaciguar su actitud y su conducta. Muy contento por su hazaña, fue corriendo a decírselo a su padre, quien sabiamente le sugirió que cada día que no se enojase desclavase uno de los clavos de la puerta. Meses más tarde, el niño volvió corriendo a los brazos de su padre para decirle que ya había sacado todos los clavos. Le había costado un gran esfuerzo.
El padre lo llevó ante la puerta de la habitación. “Te felicito”, le dijo. “Pero mira los agujeros que han quedado en la puerta. Cuando entras en conflicto con los demás y te dejas llevar por la ira, las palabras dejan cicatrices como estas. Aunque en un primer momento no puedas verlas, las heridas verbales pueden ser tan dolorosas como las físicas. No lo olvides nunca: la ira deja señales en nuestro corazón”.
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