¿A
quién le pueden gustar las despedidas?. Solamente cuando lo que se va te hace
daño podemos pensar que lo despedimos con entusiasmo. En el resto de las
ocasiones, despedirse es dejar en manos del que se va un trozo de ti, más
importante cuanto más ames lo que se aleja.
Muchas veces hay que marchar. Tenemos
que retirarnos para tomar aliento o ir a otros lugares en busca de él. Pero eso
no significa que olvidemos lo que amamos. A veces es precisamente por amarlo
tanto por lo que debemos parar.
Marchar, huir, detenerse o perderse no
son sinónimos. Podemos huir sin saber
dónde, despavoridos y sin rumbo. Podemos detenernos para reflexionar, retomar
fuerzas y seguir el camino con más ilusión que antes. Podemos perdernos para
que no nos encuentren y dejar así, de lado, los problemas que nos ligan a unas
personas y situaciones determinadas. Podemos simplemente marchar en paz para
traer más paz aún a unas circunstancias turbias, necesitadas de sosiego.
La pena siempre queda en el que no
marcha. En el que espera el regreso, si es que lo hay, pero sobre todo en quien
tiene que sufrir la ausencia y el vacío de
no tener lo que antes llenaba su vida.
Despedirnos es un rito en el que
anunciamos el dolor de estar “sin”, de no contar “con”, de perder “la” ó “el”…en
definitiva, enfrentar el desafío de no saber si lo que se va volverá a ti.
No me gustan las despedidas, ni siquiera
el eufemismo de decir “hasta luego” por “adiós”.
Prefiero un beso, una sonrisa y un abrazo mucho antes del final, mucho antes de
la partida y mucho antes aún de nombrar la marcha, porque tal vez con esas tres
acciones, no la haya.
Darse un tiempo equivale a despedirse
dentro de un paréntesis. Quedar pendiente de algo y esperar que la cosecha
madure. Lo peor es si en las lluvias que han de llegar aún, nos sentimos solos
y no está la otra mano para ayudarnos a pasar el riachuelo. Entonces
revolveremos en el baúl de los recuerdos y sacaremos el mejor de todos. Tal vez
así, podamos recomponer nuestra historia.
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